Un sueño en
Navidad
Corría el año 1947 en el país vasco.
En el pueblito de Zalduendo de Álava, a los pies
del camino que atraviesa el Paso de San Adrián, separando la agrícola Llanada
Alavesa y los boscosos valles de Guipúzcoa, se encontraba la pequeña casa de
piedra.
El humo de la chimenea flotaba tenue en esa mañana
de primavera.
Dentro de ella, una figura grácil se afanaba en la
cocina. Se llamaba María. Sus veinte años se reflejaban en la cara rubicunda,
su nariz fina y aquilina, sus pequeñas orejas aplastando el cabello castaño,
abundante y peinado hacia atrás en un gran rodete. Los cacharros iban quedando
lavados y ordenados uno a uno en esa pequeña morada, donde con la imaginación y
los materiales que tenía a su alcance, había ido dejando su impronta.
El dormitorio olía a azares y lavanda, plantas de
su pequeño jardín. Las ventanas, diminutas, acompañadas de cortinas de tela
rústica que ella misma había confeccionado, dejaban pasar la tenue luz del sol
para mantenerlo fresco y aireado. Un armario empotrado dejaba entrever ropa de
dos personas. La cocina contaba con una mesa de madera y cuatro sillas hechas
por su esposo. En el hogar, bullía una olla con verduras recolectadas de la
quinta. El patio, fresco, de piso de tierra bien apisonado, dejaba ver una gran
parra que cubría de verdor todo su espacio aéreo.
Se sentía cansada, acarició su vientre de casi
siete meses de gestación y una dulzura conmovedora le arreboló la cara.
¡Iba a ser madre de su primer hijo!
Lo sintió moverse en su vientre y se sintió plena y
felíz
En ese momento, unos brazos fuertes pero cariñosos
rodearon su talle. Un beso tierno en la nuca la hizo darse vuelta para
encontrarse con José, el carpintero del pueblo, su compañero. Sudoroso por la
larga subida hasta su casa, José dejaba ver un rostro de tez mate, con su
ensortijado pelo negro. Su cuerpo era robusto, con fuertes manos, rudas,
callosas: que realizaban el trabajo intenso de transformar la madera.
—María,
mi hermosa María, ¡Tengo algo muy importante que decirte! —exclamó.
Ella lo miró extrañada.
—¿Qué es?
—preguntó.
—¡Nos
vamos! —dijo él.
—¿Nos
vamos…? ¿A dónde? —respondió
sorprendida.
—A América. Una nueva tierra. Después de la
guerra, las cosas han cambiado mucho. ¡Por nosotros, por nuestro hijo y por los
que vendrán, debemos buscar nuevos horizontes!
—Pero
José… ¿Cómo vamos a dejar todo? Nuestras familias, amigos, nuestro terruño.
¿A
dónde vamos a ir? ¿Qué país nos acogerá? ¡Estoy embarazada!
—¡María,
mi María!, ¡Está todo casi arreglado! Nos iremos en una semana. Vamos hasta
Vitoria y luego a Pamplona en camión. Nos lleva Manuel, mi primo. Allí nos quedamos en casa de su madre, la tía
Mercedes. ¿Te acuerdas de ella? La que te regaló el centro de mesa, cuando nos
casamos. Después en colectivo nos llevan a Lérida y por fin a Barcelona. Son
unos 530 kilómetros en total, más o menos. Nos esperan unos parientes de mi
madre que nos alojarán unos días, hasta que parta el barco hacia la Argentina. En
este país vamos con Zuviría y su familia, amigos de mi padre, que nos llevarán
hasta una ciudad que da al mar. Se llama Mar del Plata, y dicen que necesitan
mano de obra. ¡Está todo listo! ¡Es nuestra mejor oportunidad, y creo que hasta
la única que hemos tenido! Si todo sale bien, tendremos nuestro hijo en esta
nueva tierra y quien sabe… tal vez algún día nos agradezca.
María, pensativa, escuchó el aluvión de palabras de
José y tomando una resolución, acariciando su vientre con la mano extendida
debajo, le dijo:
—Por
un lado tengo miedo. Será empezar de nuevo José, nosotros dos solos, sin nadie
de nuestra familia que nos apoye. ¿Qué nos pasará? Pero por otro lado, se que
podemos salir adelante, ¡hombre!, tu, el niño y yo juntos, ¡Nadie podrá
detenernos; aquí o en ese país adónde vamos! Te seguiré, pero con una
condición. Está en juego el nombre de nuestro vástago. En la familia circulan
muchos. ¡Yo quiero ponerle Jesús, y así será!
¡Es nuestro Salvador y en quien más creo! ¡Jesús,
María y José, esa será la familia cacanarra que emigre a la Argentina! ¡Y no se
hable más del asunto…! ¡Cuando partimos! —exclamó decidida.
Argentina. Corre el año 2013.
El país, luego de varias vicisitudes se está
recuperando. La tarde de verano se hace fresca por el viento del este que sopla
desde el mar. La ciudad se está vistiendo de fiesta para celebrar el fin de
año. Mucha gente ha llegado.
La mujer mayor con el pelo blanco, rematado en un
rodete, se encuentra en su cocina, preparando los ricos manjares que sus hijos
y nietos, comerán esa navidad.
Mira el cuadro colgado en la pared del comedor y
sonríe pensando en el regalo de su nieta: ese vientre envuelto en tules con esa
mano debajo acariciándolo.
Su rostro se ilumina recordando el embarazo de
Jesús, su primer hijo, su viaje en barco, su llegada a Mar del Plata, sus alegrías
y sinsabores, su familia, su vida. ¡Bendita tierra que nos albergó y bendita
ciudad que nos dio trabajo! Si hasta pudo volver a Zalduendo a ver a su propia
familia.
Sus ojos vuelven a mirar el cuadro y sonríe.
José ya no está, duerme su inveterada siesta con el
Creador.
Su hijo Jesús, ha formado su propia descendencia
bendecida con tres nietos.
Un pequeño mareo la hace sentarse en el sofá. Apoya
los brazos. Se recuesta y cierra los ojos, sueña… Su mente vuela y se encuentra
en su pueblo natal.
Ve su casa de piedra, la parra, el jardín, la
huerta, su cocina… admira su “panza”
Alguien viene por el camino hacia la casa. ¿Quién
es ese hombre tan resplandeciente?
Su mirada es tan tranquilizadora que cuando la toma
de la mano y la lleva con Él, se deja estar.
¡Oh Señor, que paz…!