miércoles, 28 de febrero de 2018



Themba Zulú






     El sol del mediodia recalentaba el ambiente, la llanura sudafricana a esa hora parecía reverberar por el calor, y las nubes de polvo se elevaban con rapidez impulsadas por pequeños remolinos.
El joven zulú, de nombre Themba, armado con su iklwa en la mano derecha, mientras que con su izquierda sostenia el isihlango, corría con ese ritmo potente y sistemático que los de su clan solían tener.
Detrás de él a un kilometro escaso, doce hombres de su tribu seguían su rastro.
Se estaba cumpliendo la  ceremonia que marcaría  la  entrada a su adultez.
Si se cumplía el pronóstico, Themba dejaría de ser oficialmente un niño para convertirse en un guerrero.
No podía fallar, era hijo de Shaka.
No hacía mucho tiempo atrás, en el kraal, su madre Ntobi  lo había despedido a escondidas, en el amanecer del día de su partida.
Semi acongojado, pero firmemente decidido, partió a buscar a Mbube.

     Dos días después, ese mediodía, había encontrado sus huellas y desde lo alto de un peñasco descubrió a su manada: dos hembras y cinco cachorros que jugaban entre ellos.
A la sombra de una acacia solitaria vislumbró su melena.
Era un macho adulto realmente enorme.
No cabían dudas, debía hacerlo salir al descampado.

     Esperó pacientemente a que el grupo se acercara y cuando todos estuvieron reunidos, les explicó su idea. Seis de ellos rodearían a la manada para separar al macho de su harén. Los otros seis esperarían para rodearlo poco a poco y llevarlo a una pequeña planicie a unos 500 metros de donde estaba.
¡Yebo!, contestaron todos, era un buen plan.
Las hembras se irían con sus cachorros custodiándolos, sabiendo que el macho podría arreglarse solo.
Era cuestión de organización, planificación y tiempo.

     Poco a poco la técnica fue dando resultado.
Las hembras de la manada al ventear el grupo humano, primero miraron extrañadas, para luego agruparse y lentamente reunir a sus crías, llevándolas a través de los matorrales, en sentido contrario a la planicie.
El viejo macho, se despertó sobresaltado, ¡el olor del humano lo había sofocado!
Inmediatamente se puso en guardia y rugió al viento que le traía ese tufo tan fatídico, tan odiado.

     Los hombres comenzaron a rodearlo a casi doscientos metros, separándose en un amplio círculo. El animal rugió bravamente y con sus patas delanteras arañó la tierra, queriendo demostrar su poderío.
Infundía temor verlo encrespado con toda su musculatura tensionada y su cola que no dejaba de girar de un lado a otro.
¡Era el señor de la selva!
El círculo comenzó a cerrarse lentamente mientras la fiera giraba dentro. Cien metros, cincuenta, veinte… y cuando ya casi tocaban lanza con lanza, Themba saltó adentro.
Mbube rugió nuevamente y enfrentó su figura.
Sabía que allí estaba el peligro mayor.
El muchacho zulú, hipnotizado por la figura animal comenzó a rodearlo paso a paso.
Su corazón latía  tan fuerte que creía que iba a salírsele del pecho; pero sus manos no temblaban, toda la energía de su joven cuerpo estaba preparada.
Amagó con la mano derecha y cuando la bestia giró, soltó el isihlango y en un movimiento veloz, volteó en sentido contrario y tomó la cola de la fiera.
¡Lo había logrado! 

     El animal, instintivamente, realizó dos movimientos simultáneos, lanzó su garra derecha contra el joven y enderezando la cola como una barra de hierro, pegó un salto gigantesco y superó la muralla humana, perdiéndose en la espesura, en una velocísima carrera.
Themba, sorprendido, notó su mano tremendamente dolorida por el sacudón y lentamente vio la sangre deslizarse por su pecho; las garras habían tocado el pectoral de refilón dejando cinco marcas casi paralelas.
Sus piernas no lo sostenían. Sintió alegría y miedo al mismo tiempo. Sensaciones encontradas.
Cayó de rodillas y perdió el conocimiento.

     Lo despertó la algarabía de sus compañeros.
Todos bailaban y cantaban alegres a su alrededor, porque la UkuButbwa se había cumplido.
Había pasado a convertirse en adulto.
¡Había tocado la cola de un león de la selva!
Pensó: Ngiyaphila, Ngiyaphila.
Sintió ardor en su pecho y comprobó que le habían colocado ceniza sobre las marcas dejadas por el animal.
Quedarían grabadas de por vida en su cuerpo.
Era la señal que ya a sus 16 años… ¡era un guerrero de la Impi de Shaka Zulú!

                                           
                               


Vocabulario zulú

Zulú: Cielo o firmamento
Themba: Confianza
Kraal: Asentamiento
Ntobi: Señora
Iklwa: Lanza corta
Isihlango: Escudo largo y fuerte (1,50 metros) de cuero de vaca con pelo
Mbube: León
UkuButbwa: Ceremonia de iniciación
Ngiyaphila: Estoy bien
Yebo: Sí
Impi: Regimiento - Conjunto de hombres armados


Este relato forma parte de la Antología IX Encuentro Internacional Comunitario – Entretejiendo Imágenes y palabras 2014 – San Juan 

Integra el libro "La aventura de narrar", editado en 2015




jueves, 22 de febrero de 2018



La Diosa del Árbol


     El árbol era inmenso.
Su circunferencia era inalcanzable con la vista y su altura sobrepasaba las nubes bajas que se aletargaban en el frío invierno.
Ninguno de los clanes que vivían allí, sabía desde cuándo estaba; para muchos siempre había existido, lo consideraban eterno.
Se veía desde distancias enormes, ya que la planicie en la que se encontraba, permitía ver su inconfundible silueta desde la lejanía.
Sus ramas sobresalían en todas las direcciones y cobijaban a casi toda la humanidad que vivía en la región.
Su Diosa era la de todos.
Nadie la había visto completamente, ni había hablado con ella… pero sabían que existía.
Una rama retorciéndose con forma de mujer, una cabellera rubia llena de hojas que caían lentamente, unas manos de corteza que se movían acariciando la rugosidad de algún tallo, unas orejas puntiagudas nunca vistas.
Retazos de un ser que se movía sobre el árbol, formando parte de él.
Eso era lo que habían visto algunos y se contaba en las largas reuniones de invierno, cuando el frío y la lluvia arreciaban.
Era una cuestión de creencia que se enseñaba a los más jóvenes para que transmitieran el mensaje; la Diosa del Árbol protegía a quienes creían en ella.
Y ésta fue pasando de generación en generación hasta que llegó a mí desde pequeño.

     Por ese entonces, mi padre era el jefe del “Clan de los Corredores”, llamado así, por la velocidad y resistencia de sus hombres, mujeres y niños, en las largas travesías por la llanura.
Siempre cobijados por el inmenso macizo vegetal.
De muchacho, recorría su circunferencia, dándome cuenta que cada vez era más grande.
Sin cansarme, tardaba tres soles en hacerlo.
A las doce lunas eran tres soles y medio.
De adulto comprobé que ya tardaba casi una luna en rodearlo.

     La rugosidad de su corteza era suave caricia para mis manos.
Sus ramas enormes, pendían como un techo en las alturas, dando sombra en verano y calor en invierno.
Sus hojas, verdes y azuladas nos transmitían paz y fortaleza.
Amaba ese árbol, era la madre de mi tierra, era todo lo conocido, y  amaba a su Diosa.
Me encantaba escuchar las historias de quienes creían haberla visto.
Era mi anhelo más ferviente el poder encontrarme con ella algún día.

     Al final sucedió…
Hallándome en el lecho de mi vejez, tuve una visión: una hermosa mujer con sus cabellos al viento, desenredándose de una rama, con sus peculiares orejas y mirándome con esos ojos tan propios, se acercó a mi cuerpo.

     Extendiendo sus manos y tocándome el pecho dijo:

—Al fin me conocerás. Vendrás conmigo, pero algo tendrás que dejar para ello.

—¿Qué es? —dije anhelante.

—Tu perpetuidad, humano. Tendrás que morir.

—Que así sea! —exclamé gozoso.

Y así fue como sin saberlo, yo también forme parte del Árbol y me incorporé a él.
Savia de savia.
Esencia de esencia.

Este relato se encuentra en el libro "La aventura de narrar", editado en 2015.



miércoles, 7 de febrero de 2018




Un sueño en Navidad


     Corría el año 1947 en el país vasco
En el pequeño pueblito de Zalduendo de Álava, a los pies del camino que atraviesa el Paso de San Adrián, separando la agrícola Llanada Alavesa y los boscosos y selváticos valles de Guipúzcoa, se encontraba la pequeña casa de piedra.
El humo de la chimenea flotaba tenue en esa mañana de primavera.

     Dentro de ella, una figura grácil se afanaba trabajosamente en la cocina. Se llamaba María.
Sus veinte años se reflejaban en la cara rubicunda, casi con pecas, su nariz fina y aquilina, sus pequeñas orejas aplastando el cabello castaño, abundante y peinado hacia atrás en un gran rodete.
Las manos trabajaban laboriosamente y aunque el vestido revelaba sus formas, ella trataba de sentirse cómoda, usándolo holgado.
Los cacharros iban quedando lavados y ordenados uno a uno en esa pequeña morada, donde con la imaginación y los materiales que tenía a su alcance, había ido dejando su impronta.
El dormitorio olía a azares y lavanda, plantas de su pequeño jardín.
Las ventanas, diminutas, acompañadas de cortinas de tela rústica que ella misma había confeccionado, dejaban pasar la tenue luz del sol para mantenerlo fresco y aireado.
Un armario empotrado dejaba entrever ropa de dos personas cuidadosamente plegada.
La cocina contaba con una mesa de madera y cuatro sillas hechas por su esposo; el hogar, donde ya bullía una olla con verduras recolectadas de la quinta; y un mueble donde colgaban los utensilios utilizados diariamente.
El patio, fresco, de piso de tierra bien apisonado, dejaba ver una gran parra que cubría de verdor todo su espacio aéreo.

     Se sentía cansada, acarició su vientre de casi siete meses de gestación y una dulzura conmovedora le arreboló la cara.
¡Iba a ser madre de su primer hijo!
Lo sintió moverse en su vientre y se sintió plena e inmensamente felíz
En ese momento, unos brazos fuertes pero cariñosos rodearon su talle.
Un beso tierno en la nuca la hizo darse vuelta para encontrarse con José, el carpintero del pueblo, su compañero.
Sudoroso por la larga subida hasta su casa, José dejaba ver un rostro de tez mate, con su ensortijado pelo negro.
Su cuerpo era robusto y enérgico, con fuertes manos, rudas, callosas: que realizaban el trabajo intenso de transformar la madera.

-María, mi hermosa María, ¡Tengo algo muy importante que decirte! – exclamó.

Ella lo miró extrañada.

-¿Qué es? –preguntó.

-¡Nos vamos! –dijo él

-¿Nos vamos…? ¿A dónde? –respondió sorprendida.

-A América. Una nueva tierra. Después de la guerra, las cosas han cambiado mucho. ¡Por nosotros, por nuestro hijo y por los que vendrán, debemos buscar nuevos horizontes!

-Pero José… ¿Cómo vamos a dejar todo? Nuestras familias, amigos, nuestro terruño.
¿A dónde vamos a ir? ¿Qué país nos acogerá? ¡Estoy embarazada!  

-¡María, mi María!, ¡Está todo casi arreglado!
Nos iremos en una semana.
Vamos hasta Vitoria y luego a Pamplona en camión. Nos lleva Manuel, mi primo.
Allí nos quedamos en casa de su madre, la tía Mercedes. ¿Te acuerdas de ella? La que te regaló el centro de mesa que era de su familia, cuando nos casamos.
Después en colectivo nos llevan a Lérida y por fin a Barcelona.
Son unos 530 kilómetros en total, más o menos.
Nos esperan unos parientes de mi madre que nos alojarán unos días, hasta que parta el barco hacia la Argentina.
En este país vamos con Zuviría y su familia, amigos de mi padre, que nos llevarán hasta una ciudad que da al mar. Se llama Mar del Plata, y dicen que necesitan mano de obra.
!Está todo listo! !Es nuestra mejor oportunidad, y creo que hasta la única que hemos tenido!
Si todo sale bien, tendremos nuestro hijo en esta nueva tierra y quien sabe… tal vez algún día nos agradezca.

     María, pensativa, escuchó el aluvión de palabras de José y tomando una resolución, acariciando su vientre con la mano extendida debajo, le dijo:

-Por un lado tengo miedo.
Será empezar de nuevo José, nosotros dos solos, sin nadie de nuestra familia que nos apoye o ayude. ¿Qué nos pasará?
Pero por otro lado, se que podemos salir adelante, ¡hombre!, tu, el niño y yo juntos, ¡Nadie podrá detenernos; aquí o en ese país adónde vamos!
Te seguiré, pero con una condición. Está en juego el nombre de nuestro vástago.
En la familia circulan muchos.
¡Yo quiero ponerle Jesús, y así será!  !Es nuestro Salvador y en quien más creo!
Decidida, exclamó: ¡Jesús, María y José, esa será la familia cacanarra que emigre a la Argentina! ¡Y no se hable más del asunto…! ¡Cuando partimos!

     Argentina. Corre el año 2013.
El pais, luego de varias viscisitudes se está recuperando.
La tarde de verano se hace fresca por el viento del este que sopla sostenido desde el mar.
La ciudad se esta vistiendo de fiesta para celebrar el fin de año. Mucha gente ha llegado.
La mujer mayor con el pelo totalmente blanco, rematado en un rodete, se encuentra en su cocina, preparando los ricos manjares que sus hijos y nietos, comerán esa navidad.
Mira el cuadro colgado en la pared del comedor y sonríe pensando en el regalo de su nieta.
Ese vientre envuelto en tules con esa mano debajo acariciándolo.
Su rostro se ilumina recordando el embarazo de Jesús, su primer hijo, su viaje en barco, su llegada a Mar del Plata, sus alegrias y sinsabores, su familia, su vida.
¡Bendita tierra que nos albergó y bendita ciudad que nos dio trabajo!
Si hasta pudo volver a Zalduendo a ver a su propia familia
Sus ojos vuelven a mirar el cuadro y sonríe nuevamente.
José ya no está, duerme su inveterada siesta con el Creador.
Su hijo Jesús, ha formado su propia descendencia bendecida con tres nietos.
    
     Un pequeño mareo la hace sentarse en el sofá.
Apoya los brazos lentamente. Se recuesta y dulcemente cierra los ojos, sueña…
Su mente vuela y se encuentra en su pueblo natal.
Ve su casa de piedra, la parra, el jardín, la huerta, su cocina… admira su “panza”
     
     Alguien viene por el camino hacia la casa.
¿Quién es ese hombre tan resplandeciente?
Su mirada es tan beata y tranquilizadora que cuando la toma de la mano y la lleva con Él, se deja estar. 
¡Oh Señor, que paz…!

jueves, 1 de febrero de 2018


TOC: Orden


Carlos era extremadamente ordenado.
Tan extremadamente ordenado que prácticamente vivía enajenado con el control del orden en todo sentido: horarios, comidas, visitas, ropa, utensilios.
Ya había tenido problemas en su trabajo, e incluso familiares; pero era más fuerte que él: debía ordenar.
Vivía acomodando y acomodando lo acomodado.
Era un “ordenador”.                                                                                                                                       
Las cosas que lo rodeaban debían estar dispuestas rígidamente, tal cual él las acondicionaba.
No había disyuntiva alguna.                                                                                                  Por supuesto esto incluía distribuciones perfectamente simétricas y horarios a cumplir a rajatabla.                                                                                                                                                                          
En principio pensó que era solamente una manía, o un ritual, como muchos otros que podemos tener los seres humanos; pero poco a poco se fue convenciendo que era algo más y comenzó a tratarse psiquiátricamente con un profesional, el cual lo llevó a una terapia conductista, que finalmente derivó en fármacos.                                                       Ninguna de las dos posibilidades dio resultado.  La cuestión es que Carlos dejó de trabajar, de salir y comenzó a vivir  prácticamente, encerrado en su casa.                                          Por supuesto, su mujer, un poco alterada ya con la excusa de que su mamá no estaba bien de salud, partió a verla un domingo por la mañana y no volvió más.                 
Su hija, un sábado por la tarde, salió con su novio, dijo: 
- ¡Hasta luego!
y “desaparecieron en acción” los dos.  
Nunca más se los volvió a ver.
Su hijo mayor, que era el único que lo acompañaba, encontró trabajo muy rápidamente, algo que siempre le costó hallar. Logrado ese objetivo, un lunes por la tarde, aparentemente se olvidó de regresar.                                                                                                            
Así Carlos, un día, quedó solo.   
Eso sí, preparaba su desayuno exactamente a las ocho de la mañana, almorzaba justo a las doce, tomaba mate, como el five o’clock inglés, a las cinco de la tarde, cenaba a las ocho de la noche y dejaba todo dispuesto.
Cada cosa en su lugar.
Ordenar sobre lo ordenado.
Todo venía desarrollándose casi normalmente, aunque algunas fallas lo hicieron darse cuenta que el accionar del común de los mortales no coincidía con el suyo, en nada.
En esos momentos se desmoronaba.                                                                                                                          
 Su pasatiempo favorito eran las series televisivas que pasaban exactamente a las horas indicadas y vaya uno a saber por qué, varias de las películas comenzaron con atrasos de horarios bastante significativos.                                                                                      Fueron fatales, casi rompe el televisor y aunque no lo hizo, porque pensó que después tendría que limpiar todo y ordenar, se desestabilizó.
Su angustia era tremenda y su desasosiego, feroz.
Tomó una determinación.                                                                                                                                          
El tema, importante por sí mismo debido a las implicancias que pasaron a futuro, es que, pasado un tiempo, su mujer en contacto con sus hijos,  decidieron visitarlo para ver con que se encontraban.  
Sorpresa mayúscula: para variar, todo ordenado, todo en perfecto orden, sin una mácula de polvo ni ningún objeto fuera de su lugar correspondiente,  pero Carlos no estaba.
Revisaron la casa, las habitaciones, el living, el baño, la cocina, el patio, el jardín y nada.  
Carlos no aparecía. 
Todo estaba intachablemente dispuesto, pero aparentemente el “marido-padre-suegro” se había evaporado. 
Dieron aviso a la policía, se lo buscó en los hospitales, las clínicas, las iglesias, hasta en la morgue y nada.                                                                                                                     La familia volvió a su normalidad, ocupó nuevamente la vivienda, hasta que la misma fue interrumpida, cuando comenzaron a embalar las pertenencias del dueño de casa presuntamente desaparecido.                                                                                                                                                   
En un rincón del placard, bien escondido, arriba de unas remeras muy bien ordenadas,
limpio, almidonado, planchado y doblado en perfecto estado, se encontraba "guardado"...
Carlos.

Cuento incluido en el libro "La aventura de narrar" editado en 2015.-