miércoles, 11 de abril de 2018



Nadie


     El estruendo del disparo llegó sorpresivamente.
Sintió el impacto en el hombro izquierdo y el dolor fue intensísimo.
Se recostó en la pared y disparó una, dos, tres, cuatro veces.
El cuerpo, laxo, se le fue resbalando hasta quedar sentado en el suelo.
Todo el lado izquierdo era una masa sanguinolenta que latía al ritmo del corazón, desaforadamente.
La mano derecha, transpirada, se abrió y la Ballester Molina del .45 resbaló lentamente por su pierna, cayendo al piso con un ruido metálico.
El olor a cordita inundaba el ambiente.
Le picaban los ojos.
Entre la nube, vio el cuerpo caído sobre el otro lado.
Estaba inmóvil.
Un sentimiento de desprecio y pena comenzó a invadirlo.
Lentamente perdió noción de todo y se desmayó.
Así lo encontraron.

     Una serie de luces intermitentes corrían por su vista y un ruido, persistente -como un chirriar de ruedas sobre el pavimento-, le invadió la conciencia.
Vio gente de blanco alrededor y después no supo más nada.
Se despertó en una habitación blanca, aséptica.
Estaba solo.
Intentó levantarse, pero una serie de conductos y tubos colocados en el cuerpo y un raro mareo lo impidieron.
Lentamente se recostó.
Ya despierto, esperó con gran paciencia.
Una de sus pocas virtudes, “paciencia de cazador” decían los que lo conocían.
Pero nadie sabía que esa paciencia era el producto de una infancia malograda, una juventud luchando por sobrevivir en el barrio del bajo y los años pasados en la División Encubrimiento, que lo habían marcado para siempre.
Nunca adelantarse a los acontecimientos, saber esperar, el momento justo se presentaría siempre.
La celada tendida se parecía al “Mate Pastor” como se lo conocía en ajedrez. Al tener la iniciativa, posicionó sus piezas favorablemente y tan sólo en cuatro movimientos lo pulverizó. Destrozó su cobertura sin que se diera cuenta y se enfrentó cara a cara con él, ganándole la partida. Aunque también se dijo que cuando el juego termina, el Rey y el Peón van a parar a la misma caja.

     La mirada vagó por todos los rincones y calculó que se encontraba en alguna clínica de la ciudad.
Una ventana semiabierta dejaba pasar una suave brisa que refrescaba el ambiente.
El aroma de los pinos, lo llevó a reconocer el lugar donde estaba.
La mente, como en un gran libro abierto, comenzó a desgranar pensamientos, momentos, situaciones, escenarios.
Sabía a quién había matado.
Lo sabía con certeza.
Anduvo tras él, cazándolo, durante largos inviernos.
Para ello tuvo que permitirse renegar de todo y de todos.

     Hay una cierta clase de hombres que no gustan comer en el plato donde comen los demás, él era uno de ellos.
Su pasado nunca había sido muy limpio.
La línea entre lo correcto y lo incorrecto, lo legal y lo ilegal siempre fue delgada. Pero… ¿quién podía jactarse de hacer lo debido?
¿Qué era lo correcto?
Si al fin y al cabo, cada uno actúa de acuerdo a las circunstancias que lo han marcado en la vida.
Nadie hace nada sin un porqué.
La disposición de ser callado, pegar primero y preguntar después, le brindaron el momento oportuno en el día exacto.
No dudó ni un segundo en aprovecharlo.
Dejó atrás tres  guardaespaldas y llevó a cabo lo que debía hacer.
Aunque no salió como pensaba.
La puerta de la habitación se abrió y por ella entró con decisión un individuo, cuya formalidad en la vestimenta indicaba su procedencia policial.

 -¡Hola muchacho, te cargaste a López Jaramillo! ¡Hay un revuelo que ni te cuento!
  
-Si –dije. -Pero casi me lleva con él. ¿Como estoy?
 
-Pese al disparo y a la pérdida de sangre, relativamente bien.  -Me contestó Marcel.
Eso sí, tu recuperación llevará bastante tiempo. La clavícula y parte del hombro estaban hechos pedazos.
Menos mal que la 9 que usó tenía balas blindadas que te atravesaron limpiamente, sino no lo hubieras contado.

-Marcel, ¿Cómo quedó todo legalmente? –Pregunté, sabiendo casi la respuesta.

-Como te dije, hay mucho revuelo, pero el hecho quedó calificado como una reyerta entre dos bandas y una venganza de por medio.
Te conseguirán una nueva identidad y ¡adiós!
Para ellos les cumpliste un enorme servicio.

     Me quedé pensativo. Iban a dar la explicación de una venganza.
Para mí no, sólo había sido el acto de cumplir, ni siquiera lo consideraba un deber.
La capa de civilización que ostentamos es como una fina tela de cebolla, que ante el menor descuido, se deprende, dejándonos ver quiénes somos en realidad. Sale a relucir el “hombre de las cavernas” que prejuzga, juzga y sentencia en contados minutos.
No soy muy decente que digamos, pero uso códigos  y tengo los suficientes cojones para permitirme cumplirlos.
El no los tenía.
Se sentía impune y era la maldad personificada.
Bien muerto estaba.

     Un poco cansado, le dije a Marcel que agradecía su visita.
El entendió la indirecta y se retiró calladamente.
Me quedé solo, vacío.
Vacío por dentro y por fuera, era un perfecto desconocido hasta para mí mismo.
¿Qué había pasado conmigo?
¿Qué quedaba después de este tiempo transcurrido?
¿Qué es lo que había visto y padecido para sentirme así?
El hecho de comprender y no comprender…
No lo sabía, quizás todo, quizás nada.
La soledad, tal vez.
Aullé en mi interior.
No me parecía a ninguno.
¡No me parecía a nadie!


 Este relato pertenece al libro "La aventura de narrar", editado en 2015.



                                        

domingo, 1 de abril de 2018




La Incógnita


     La temperatura es insoportable.
Los hombres trabajan, callados, mientras los hierros y las maderas van tomando forma.
En ese atardecer africano, el sol deja ver sus últimos rayos como flechas ígneas atravesando las pocas nubes del firmamento.
Se siente cansada, se arrodilla y deja caer el cuerpo recostándose.
Sus cuatro patas estiradas casi tocan la reja.
La jaula donde se encuentra no es muy grande y su piel a rayas, se sacude constantemente para espantar las moscas y tábanos que la rondan.
El calor agobia.
Observa a los hombres trabajando y desvía la mirada para ver a su compañera.
Esta con su largo cuello, no tiene más remedio que permanecer parada dentro de su encierro; también está enjaulada.
La mirada de las dos se encuentra y un chispazo de incomprensión las une, insensibilidad, incertidumbre, temor.

     El teléfono sonó.
Mi trabajo de periodista especializado no me impedía dejar de atenderlo.
Debía cubrir un evento muy importante.
Técnicos y especialista nacionales y extranjeros, luego de realizar innumerables pruebas con cebras y jirafas, habían llegado a una conclusión. Las nuevas generaciones poseían ramificaciones cerebrales que superaban a los delfines y chimpancés.
Casi se podría decir, que sus cerebros evolucionaban muy rápidamente, asimilando infinidad de conocimientos.
En la planicie de Serengueti en Tanzania, habían capturado dos ejemplares para estudio y los traían al Zoológico de Buenos Aires. Su llegada iba a causar revuelo.
Se solicitaba al periodismo en general que visitara a los animales, presenciara las disertaciones y evaluara luego en sus artículos cuáles eran sus conclusiones.
Daban por hecho sus conjeturas y presunciones.

     Así que, pocos días después, me metí en el tráfico dominguero casi nulo, de la avenida del Libertador y me acerque al Zoológico.
Presencié las charlas que se brindaron en la biblioteca y al final de las mismas pregunté por los animales.
Estaban encerrados en una jaula especial,  prácticamente aislados, pasando la glorieta, sobre la Avenida República de la India.
Tranquilo, me dirigí al lugar.
Varios periodistas y fotógrafos ya se retiraban.

     Me acerqué despacio a los barrotes.
Pude distinguir sus cuerpos jóvenes y robustos.
Solo cuando la cebra caminó hacia mí y se paró olfateándome, no sé porqué, estiré mi brazo dentro de la jaula.
Me miró y acercó su lomo.
Toque su cabeza, acariciándola y en ese instante un ramalazo de sensaciones cubrió mi mente.
¡Vi!...  ¡sí! Prácticamente vi, como en una película que giraba frente a mis ojos, la sabana africana.
Manadas de animales pastaban por todo el lugar. Cebras, gnus, elefantes, gacelas, jirafas, una hembra de león recostada con sus cachorros, búfalos en la lejanía, guepardos…
Pero no se veía ninguna presencia humana.
La imagen me retrotraía al principio de los principios, pero esto parecía el futuro. 
Asustado, retiré mi mano rápidamente.
Me quedé quieto, sobresaltado y temeroso.
¡Me había pasado algo inconcebible!
El animal me miró y en sus ojos encontré comprensión, entendimiento y amor.

     Mi artículo causó sensación, fue determinante.
Mis contactos y los contactos de mis contactos pasaron la información.
Todo había resultado ser una farsa.
En una semana, los especialistas se retiraron, los animales fueron llevados de vuelta a África y el tema se fue desdibujando.
Sentado en mi oficina, colgué el teléfono en el auricular y me recliné en el sillón.
Todo había resultado tal cual lo esperado.
Si el ser humano debería desaparecer de la faz de la tierra en el futuro, sería obra de la naturaleza. No sería yo quien apresurara las cosas.
Otras especies nos suplantarían, quien sabe.
Casi debajo de mí, la ciudad bullía, desordenada y atrapante, con su propia vida latiendo, sin importarle nada más.

     Bajé las escaleras. Salí a la calle y el pandemónium del tránsito me golpeó de lleno. Bocinazos, rumor de automóviles, sirenas a lo lejos, en fin… la ciudad de todos los días.
Me paré en seco para acostumbrarme al nuevo fenómeno y luego de unos segundos comencé a caminar hacia el viejo café de la esquina.
Por un momento pensé en los sentimientos que había visto en los ojos del animal.
Sonreí, porque para mí... fue misión cumplida



.

 El presente relato forma parte del libro "La aventura de narrar", editado en 2015.