viernes, 11 de mayo de 2018




El viaje


     La alarma lo sobresaltó.
BIP… BIP… BIP…
Era un sonido apagado pero constante que lo alarmó.
Se levantó de un salto y corrió por el pasillo de piso metálico.
Al llegar a la primera puerta, timbreó rápidamente una contraseña en el reloj de la alarma de la pared.
Las dos mitades perfectamente sincronizadas se abrieron introduciéndose en las cavidades correspondientes en silencio, y abandonó el laboratorio.

     Con rapidez se deslizó por otro pasillo, pasando diferentes compartimientos alumbrados tenuemente con luces de diferentes colores, hasta que al fin se encontró en la gran sala.
Una serie de paneles con pantallas iluminaban apenas  la estancia.
La gran ventana, cerrada, permitía ver también una impronta metálica.
La luz roja intermitente, lo movilizó hacia el cuadro correspondiente.
Apagó la alarma, hizo una serie de correcciones y anotaciones en el tablero de la computadora y comprendió de inmediato el desperfecto;  un micro-meteorito había atravesado uno de los paneles del hiper-impulsor. Nada que no se pudiera arreglar.
Daisy, la computadora central, con su voz femenina pero impersonal, se lo confirmó.

     Se sentó en la butaca de la Cabina de Mando.
Accionó unos controles y la ventana se deslizó permitiendo ver el espacio exterior.
Las luces de infinitas estrellas se reflejaban en ella, creando un caleidoscopio en diferentes tonalidades de grises, que siempre lo sorprendían, y de hecho le agradaban. 
Pensó, ¿Cómo sería el perfume de una estrella?
Con el teleobjetivo determinó el lugar de desperfecto, y luego se dirigió de inmediato a una exclusa que se encontraba a la derecha.
Digitó la apertura y penetró en ella.
Detrás suyo, una pequeña corriente de aire le hizo saber que la puerta se cerraba herméticamente.

     Allí estaba todo lo que precisaba, trajes de exposición, herramientas y la maquinaria más acabada que había inventado el ser humano.
Tomó lo que consideró necesario y se posicionó sobre una grúa de casi cinco metros de alto, que con sus manos artificiales parecía un gran insecto metálico.
Abrió la compuerta y salió al exterior de la nave.
Lento y seguro, gracias a los pequeños empujes de sus motores transversales se dirigió al lugar del desperfecto.
Con la autógena especialmente diseñada, arregló el inconveniente en contados minutos
Cuando terminó, giró sobre el espacio exterior y miró con agudeza la nave.
No era precisamente un dechado de virtudes esbeltas.
Es más, su frente, ancho y rectangular, en atmósfera, tenía un grado 0 de aerodinamia.
Pero para el espacio exterior, sin fricción, era sugestiva.
Su belleza, perfectamente simétrica, lo subyugó: el tamaño, su disposición, los cuatro motores fotónicos, todo era de una perfección absoluta.
¡Qué hermosa sensación de bienestar!
El ser humano se había esmerado hasta el límite en su construcción, y él estaba a cargo.

     Volvió a la exclusa exterior, abrió su inmensa puerta, penetró en ella y digitó su cierre.
Comprobó todos los instrumentos de forma concienzuda y detallada.
No cabían errores.
Verificó que la sala de dormitorios se hallaba en órden al igual que las demás instalaciones.
Se tranquilizó al llegar a ella, poniéndose a mirar lo que nunca acababa de comprender: seis parejas de bebés humanos en estado de hibernación, perfectamente desarrollados, se encontraban apacibles durmiendo en cubículos especiales.
Un control en cada uno de ellos, monitoreaba su constante evolución.
Su misión estaba para ser cumplida.
Se dirigían hacia el sistema estelar Alfa Centauro, a 4,4 años luz de distancia de la Tierra, de donde habían salido hacía casi diez años.
Los bebés debían llegar sanos y salvos para recrear la especie, en un planeta habitable.
Lentamente se dirigió al laboratorio.
Recordó que debía terminar el proyecto de jardín hidropónico que estaba realizando.
Al cerrar la escotilla, las luces de los paneles se suavizaron, dejando el ambiente apenas iluminado.
Todo estaba nuevamente en órden.
El viaje continuaba.       

     Por más que no comprendiera la intangible personalidad de los seres humanos, el no estaba para eso.
El era un hombre mecánico, una máquina cibernética.
Perfectamente sincronizada, hasta con reacciones humanas, pero robot al fin.
Ni siquiera pudo sentir la soledad.

Editado en "La aventura de narrar" - 2015







viernes, 4 de mayo de 2018




En las ceremonias,
al temblor de la hogueras…


     La obscuridad era completa.
Una leve brisa comenzaba a sentirse.
El silencio se quebró con el ruido cada vez más intenso.
Un par de ojos se vislumbraron en la distancia. Comenzaron a agrandarse.
Una ola de papeles empezó a danzar por todas partes mientras el rumor ensordecía. Chirrido de metal sobre metal, crujidos de materiales.
Sin mediar nada más. ¡UUOOOSSSSHHHH! El subte pasó raudo.
Diana, apoyada sobre la pared, veía pasar el juego de luces de las ventanillas, mirando casi sin ver los rostros, que como en una recorrida infernal se desdibujaban en la distancia.
Las  lágrimas corrían por sus mejillas como un reguero gris que brillaba en las vías, alargando los rieles.
Su cuerpo, esbelto, se sacudía intermitentemente por los sollozos.
Un manto cubría su vestido que llegaba hasta el suelo.
Se detuvo.
Escuchó atentamente y sintió más que supo, que alguien la seguía.

    En la lejanía, Vulcano, el ser mitad hombre, mitad animal, tremendo ejemplar de casi cuatro metros de altura, el último de su raza extinta ya hace diez mil años y creadora de los túrneles, estaba tras sus pasos.
Cuando la alcanzó, Diana sólo atinó a aferrarse a él con desesperación.
Una nobleza infinita cubrió el rostro del semidios y alzando con una mano a la bella Diosa, comenzó el largo peregrinar por la obscuridad chapaleando agua putrefacta.

     Su nombre era Ares.
Había matado a Tártaro el monstruo de la oscuridad y reinaba en su lugar.
Un reinado de luz.
Su cuerpo enjuto, fornido y musculoso, no dejaba entrever su gran edad.
Sentado en el trono, con el báculo de poder en su mano, meditaba.
El cuerpo retraído solo estaba cubierto por un manto blanco que dejaba el pecho al descubierto.
El símbolo del rayo colgado de una cadena, brillaba por la luz de cada subte que pasaba, dejando su estela.
Sus largos cabellos blancos y su poblada barba, gemían por el viento.
Diana había escapado.
Como su Diosa y esposa gobernaba junto a él, pero la llegada de Perseo, el humano, había trastornado todo.
Enamorada de sus hazañas, huyó con él.
Los buscó por centenias… y al final, los encontró.
Envió tras ellos a Céfiro, Dios del viento subterráneo, cuyos soplidos son tan fuertes, que aún hoy perduran en los túneles permitiendo al subte alcanzar su máxima velocidad.

     Enfrentado con Perseo, Céfiro debió usar todas sus argucias en la lucha.
Aunque aquel era humano, su figura, extremadamente musculosa con su casco guerrero, sus polainas de cuero trenzadas y su vasta experiencia, imponían respeto.
Las estocadas iban y venían.
El reflujo de estrellas que salpicaban al golpearse entre sí, se veía desde las ventanillas.
Los escudos entrechocaban con un ruido sordo y atemorizador.
El polvo se levantaba haciendo casi irrespirable la atmósfera, pero ninguno de los dos retrocedía.
El tiempo pasaba, el sudor empapaba el cuerpo de los dos contendientes, y en un paso en falso, la espada de Céfiro, haciendo una finta, penetró por el costado derecho de Perseo y lo atravesó como a una fruta madura, partiéndole el corazón.
El desgarrador grito de Diana se escuchó en los túneles.
Parecía el chirriar de los frenos del subte.
Tendida a los pies de Ares, suplicó, lloró y se desgarró, pidiendo por su amado.
Su pesar fue considerado sincero.
Perseo volvería a la vida como un semidios y a cambio Vulcano moriría. Una vida por otra.
El mandato fue cumplido.
Aún hoy su corazón deja sentirse a veces, retumbando en los túneles: tatá-tatán  

     Pero el verdadero suplicio llegaría poco después.
Se contaba en las ceremonias, al temblor de las hogueras, que Diana sería encerrada en uno de los infinitos trenes y Perseo, desde ese día la buscaría, descartando incansablemente cada subte.

     Así es como llegan a nosotros:
¡Uno tras otro... uno tras otro... uno tras otro!
      
 Relato editado en el libro "La aventura de narrar" - 2015