martes, 31 de julio de 2018


La lapicera


     Me llaman lapicera.
Sí, así es, pero en realidad no es tan sencillo.
No soy una lapicera común. ¡No señor!
Ni tampoco me gusta que me digan bolígrafo o birome.
Mi forma es oblonga y estoy construida exteriormente de madera, en color claro.
Llevo una inscripción que se puede leer al derecho y al revés y tengo grabada una manito que fue dibujada por un artista plástico cuando aún no era conocido, Pablito Menicucci.
Ese gran ídolo del pop de la década del 60.
¡Qué orgullo para mí llevar este grabado!
Tengo puntera, anillo y porta-lapicera metálicos, de color bronceado, haciendo juego con el color madera que ostento.

     Y mi forma de apertura no es de las comunes: gírenme hacia la derecha y allí está mi punta lista para escribir. Si me giran a la izquierda, me guardo para otra ocasión… ¡Qué tal! Cuando mi tinta se acaba, no hay problema, en las librerías de la ciudad podemos encontrar los verdaderos repuestos que me volverán a poner en funcionamiento.

     Por otra parte, tengo cualidades que otras no tienen y es necesario remarcarlas para evitar confusiones. No soy ególatra, ni me la creo, pero no me interesa que me comparen porque soy una de las pocas, que junto con otras, fuimos destinadas a personas con características especiales.
¿Qué quiero decir con esto? 
Lo que dije, personas con características especiales, como el hecho de haber colaborado durante muchos años con instituciones de ayuda a los más desamparados: los niños.

     Pero lo más importante que puedo destacar de mi labor, es que mi dueño, al cual me ofrecieron por los años trabajados, me usa para algo muy especial: escribir ficción.

     ¡Cuántas cosas hemos hecho juntos!
Cuentos que han crecido con los años, apuntes de una novela que va desarrollándose poco a poco, relatos históricos novelados, narraciones de ciencia ficción, narraciones psicológicas para pensar un poco y… policiales negros; esos parecidos a los de la década del 50 o 60 con el gran detective en primera persona, sin escrúpulos pero apegado a un honor intachable. Ese honor con el que se nace, que no se compra, ni se vende, ni se regala y es la marca indiscutible de todo hombre que se precie de tal, sin importar sus acciones. Aquel que cumple sus códigos, sean estos cualquiera fueran.

     ¡Cuántas más vamos a realizar!
Qué hermoso es trabajar en ello, ilusiones, esperanzas, entusiasmo, situaciones, circunstancias.

     ¡Ah!, me olvidaba, en una de mis caras está grabada la palabra APAND y si la leen al revés dice: PUEDE.
En la otra: Asociación de Empleados de Casinos Pro Ayuda a la Niñez Desamparada.

Como decía Pablo:

«“En las manos de un hombre caben las mil alegrías de un niño”.»