La distancia del recuerdo
El
verano traía aparejado calor, mucho calor, pero también dos “fiestas de
guardar”, Navidad y Año Nuevo, en donde se juntaba la familia: abuelos, padres,
hermanos, tíos y primos, alrededor de una gran mesa armada en el patio de casa,
donde todo era en común: comida y bebida.
La tarde anterior, con mi padre,
en bicicleta, íbamos a comprar las barras de hielo al frigorífico, que
envueltas en un trapo de arpillera eran trasladas al “fuentón”.
Allí se colocaban las botellas
para que se mantuvieran frías. La pequeña heladera no alcanzaba para todo.
Días de playa, siesta, y vecinos
compartiendo noches estrelladas, cuidando a cada uno de nosotros, los más
chicos. ¡Si habremos jugado a la “escondida” de noche, mientras nuestros padres
charlaban entre ellos!
Allí estábamos: Roberto, Caíto,
Tatín, Luis, Carlitos… y las chicas:
Marta, Ana, Rosita, Mirta, Zulema…
El otoño se presentaba con noches frescas
y hojas caídas que cubrían las calles,
¡Qué colores! ¡Cómo me gustaba coleccionarlas!
Y en abril, a clase con el
guardapolvo blanco, colegio y tardes de mate cocido con leche, pan, manteca y
azúcar, y mi madre con sus pies en la máquina de coser, ¡dale que dale al
pedal!
Desde
junio hasta agosto, frío, mucho frío, el invierno riguroso no nos dejaba salir a
jugar, así que, adentro de las casas, interminables batallas de soldaditos y
diversión con figuritas, buscando a veces
la más difícil.
Sábado por la tarde “picadito” y
domingos de cine en Don Bosco, con las películas de aventura en capítulos,
donde el “muchachito” de turno, siempre se salvaba a último momento.
El Tarzán de Johnny Weissmüller,
era unos de los favoritos por su grito de guerra.
Pero,
con el transcurso del tiempo, llegaba la primavera.
La estación de los vientos, la estación de los barriletes.
¡Y allí estábamos todos!,
enzarzados en planificar cómo, dónde y cuándo.
Sin saberlo, hacíamos táctica y
estrategia bien planificada.
Salían a relucir los viejos
ovillos de hilo, que más de una vez debían ser limpiados en su totalidad y “armados”
sobre un palito de madera o de caña, para manejarlos mejor.
El
“papel barrilete” se compraba en la mercería, gracias a alguna vecina
solidaria, que al regreso de un mandado nos daba veinte o veinticinco “guitas”.
Allí se presentaba el primer problema
a resolver: el color.
A veces queríamos el mismo, pero
se solucionaba con justicia espartana:
-¡Si vos usaste el celeste el año pasado, éste te toca el verde!
El proceso de clasificación
estaba armado y se cumplía a rajatablas.
Luego se presentaba el tema de
las cañas tacuaras.
Cruzábamos la Avenida Colón y
nos adentrábamos en terreno desconocido, era otro barrio.
Así que con precaución, íbamos a
lo del tano Giuseppe que tenía una quinta y siempre nos regalaba una o dos
“tacuaritas” finas.
¡Ja, trofeo ganado!
El carpintero José, de la calle
Italia, colaboraba con el corte del largo deseado, y luego con precisión
cirujana y mucha precaución (con un buen cuchillo afilado), partía las cañas en
dos, luego en cuatro y por último en ocho.
Sobre las puntas, a un
centímetro del final, hacía las canaladuras para los hilos.
¡Listo, paso terminado!
Ahora venía lo bravo. Con tres
varas entrelazadas en el centro, armábamos una estrella de seis puntas.
Los lados debían ser iguales, con
el mismo ángulo, para que al atar los vértices con hilos finos en todo su
perímetro, no hubiera errores.
Cortábamos el papel bien medido
con una solapa intercalada, que se pegaba atrás con engrudo casero (harina y
agua en las proporciones justas) y… ¡ya lo teníamos!
La perfección llegaba al límite
con la confección de los “tres tiros” hechos con hilo un poco más grueso. Sus
medidas, justas y precisas permitían “levantar vuelo” sin problemas.
Las colas, prioridad para evitar
caídas, eran hechas con trapos y más de una vez, apareció alguna corbata vieja
que desaparecía misteriosamente de alguna casa.
Con
todo preparado, el día elegido, fin de semana seguro, con la temperatura ideal,
viento cálido del norte sostenido, a la placita en formación.
¡Y allí te quería ver!
Los gritos de:
-¡Dale hilo!, ¡Aflojale que colea!, ¡Mandale un mensaje!
se escuchaban fuertes y claros,
pero los ejecutaban sólo los que debían hacerlo.
Estábamos perfectamente
sincronizados. No hacían falta los nombres.
Cinco o seis barriletes, cometas
de colores, volaban juntos, alegres, despreocupados, llevando su mensaje de
amistad, camaradería y juego ingenioso.
¡Qué hermosos ideales!
Luego de un tiempo cambiaban su
fisonomía.
Claro, los parches de colores
diversos tapaban los accidentes ocurridos y era todo un espectáculo verlos
flotar tremendamente “camuflados”.
Volar,
la ambición del hombre…
Tal vez sin saberlo emulábamos
ese sentimiento.
Todavía creo que ese niño que
gozó, sufrió y aprendió, está dentro de mí.
A veces tapado y oculto.
Pero, caray, ¡qué lindo es
dejarlo salir de vez en cuando!
Creo que todos llevamos dentro,
nuestro niño interior, ese que está con nosotros desde nuestra más tierna
infancia.
No lo olvidemos, acordémonos de
él, no importa la situación, pidámosle que venga y nos deleite.
La vida será así más placentera,
se los aseguro.
Este relato forma parte del libro "La aventura de narrar" editado en 2105.