La naturaleza… solo tiene naturaleza
Llegó a la vieja estación semidestruída.
Todavía mostraba signos que denotaban su glorioso
pasado.
Caminó entre las losas gastadas por el tiempo.
Entre ellas asomaban largos tallos de pastos
resecos.
La esencia del olvido.
Un viejo
vagón quemado con sus puertas abiertas, aún dejaba ver parte de su interior.
Desenfundó la pistola, se asomó despacio y encañonó
la abertura.
La madera quemada todavía se podía oler, más aún
por el bochorno del calor y la humedad que la lluvia había provocado.
Subió de un salto, constató que no existía
presencia humana y se arrimó a la mesa con el banco adosado a la pared.
Con un movimiento lo acomodó a su gusto, enfundó el
arma y de la mochila que deslizó entre los hombros, sacó una cantimplora
metálica de la cual bebió ávidamente. La guardó, tomó un mapa que extendió
sobre la sucia mesa, acomodó la brújula sobre él y dedujo donde estaba.
Guardó
todo y se dirigió al otro lado del vagón.
Saltó a la plataforma y resueltamente se dirigió a
la oficina del Jefe de Estación.
La puerta destruida cedió ante su embate,
permitiéndole ver la suciedad reinante. Cajones revueltos, papeles
desordenados, muebles rotos. Nada que pudiera servir. Al lado, encontró la
oficina de Venta y Espera de Pasajeros.
Alguna vez había sido reciclada para darle a la
estación la presencia de su fecha de nacimiento, allá por el siglo XIX.
Le recordó la de su ciudad, pero hacía tanto tiempo
de eso, que parecía muy lejano, casi en el borde de la conciencia.
Todo había comenzado hacía casi veinte años.
¿Había comenzado, o directamente era un final
preanunciado?
Salió,
cruzó las vías y se dirigió a campo abierto. Una medida de precaución innata
que sus sentidos ya hacía tiempo realizaban automáticamente.
Una vieja casa abandonada lo vio pasar.
El silencio ominoso fue roto por el aleteo de dos
palomas que salieron volando del techo destrozado.
El ruido lo sobresaltó y se agazapó
instintivamente.
Se quedó un rato escuchando y cuando lo creyó
conveniente, siguió su marcha hacia el otro andén.
A escasos
cincuenta metros, vio dos vagones abandonados en una vía muerta. A su
izquierda, unos altos matorrales, dejaban ver la pequeña cuesta por donde
subían los autos para ser transportados. Cosas de un pasado remoto.
Sacó la ballesta de la mochila y con un rápido
movimiento la armó, dejando listo el conjunto.
No le agradó mucho cruzar ese terreno despejado,
pero no había otra alternativa, sino tendría que dar un largo rodeo por el
final de la estación que le acarrearía sus largos treinta minutos más, y la
tarde declinaba.
Para esa hora ya debería haber encontrado un
refugio donde dormir.
Con precaución se dirigió a los matorrales,
caminando entre pastos marchitos y durmientes.
El
instinto y el pequeño hilo helado que se deslizó por su nuca, lo salvaron, como
otras tantas veces lo habían hecho.
Se tiró, literalmente se derrumbó al suelo, en el
momento que el sonido seco y potente de un rifle, reverberaba en el aire.
Un pequeño surco en el costado izquierdo del
cuello, fue lo único que se produjo en su cuerpo. El estampido se esparció por
la zona creando ecos entre los vagones.
Se levantó y corrió cinco metros tirándose al suelo
de nuevo, pero ya con la mochila en una mano.
El segundo disparo se oyó estruendosamente.
La bala picó entre sus piernas, desmenuzándose
entre las piedras.
Varias partículas se le clavaron en el gemelo
izquierdo, haciéndole gemir en silencio. Gateó rápido y logró llegar a donde
quería, los pastizales.
Allí, la mochila y el gorro encima, quedaron solos.
Se escabulló hacia la derecha reptando sobre el
suelo como una serpiente, en silencio y con soltura.
Escudriñó el terreno.
Vio los dos vagones y supuso que el tirador estaría
en uno de ellos. Podrían ser varios, aunque los dos disparos provenían de una
misma arma.
Volvió a rodear unos quince metros más y cuando tuvo
una visión mejor, se quedó quieto, la ballesta preparada, estaba listo.
Esperó con paciencia, como buen cazador.
Pasaron
los minutos, diez, quince… de repente lo vio, saliendo desde el vagón. Camisa a
cuadros, jeans, zapatillas, mochila a la espalda y un rifle en sus manos que
llevaba encañonado.
Por su barba y el color del pelo dedujo que el
hombre tendría unos cuarenta años. Detrás de él apareció otro, vestido de
negro. En la mano derecha un revólver de gran calibre oscilaba de un lado a
otro. Este era más joven.
Tocó al otro en la espalda y le hizo señas para que
se abriera.
Caminaban en abanico hacia su mochila, tal vez
creyéndolo caído.
Apuntó
suavemente y con fría decisión, fue apretando el disparador de la ballesta,
hasta que la cuerda al soltarse lo sorprendió.
El dardo atravesó carne, huesos y tendones.
El hombre de negro quiso emitir un gemido, pero su
cuello limpiamente atravesado lo impidió.
Cayó de rodillas, soltó el revólver que repercutió
metálicamente sobre las piedras, se llevó la mano a la garganta y se derrumbó
de espaldas.
Antes que dejara de moverse la segunda saeta ya
volaba por el aire, encontrando en su camino el pecho del hombre de camisa a
cuadros.
Un ruido sordo y un chasquido delataron su destino
final.
El hombre volteó hacia su izquierda, miró con
sorpresa el astil de la flecha, la tomó entre sus manos y en ese instante otro
proyectil se le clavó a la altura del corazón. Trastabilló con el rifle y cayó
de costado.
Allí quedó.
Transcurrieron cinco o seis minutos de calma, hasta que entre los
pajonales se divisó la silueta del joven.
Ya con la pistola en la mano, se acercó a los dos
cuerpos caídos. Ambos estaban sin vida.
Pudo rescatar en buenas condiciones sólo dos de los
dardos, que limpió con serenidad antes de guardarlos en el bastidor.
Revisó los cuerpos, llevándose lo que consideró
importante, vació el revólver tirando las balas muy lejos y destruyó el rifle.
No le servían ninguno de los dos.
Tapó los cuerpos con tierra, sabiendo que los
perros cimarrones harían de las suyas, estuvieran sepultados o no.
Se dirigió al vagón de donde habían salido los
hombres, lo revisó con cautela.
Ya casi no se veía, la noche comenzaba a ganar la
eterna partida diaria con el atardecer.
Se
encaminó a paso firme hacia los pajonales buscando “algo” hasta que lo
encontró, un pequeño claro alrededor de un árbol achaparrado, que le brindó un
reparo seguro. Se sentó tratando de curar su pierna. El cuello no le molestaba.
Pensó… otras dos víctimas más, ¿cuántas van ya?,
pero eran ellos o yo.
Se recostó y recordó todo lo que venía sucediendo.
Tenía seis años cuando pasó.
La hambruna general en todo el planeta, la falta de
agua, el desorden, la caída de los gobiernos, el caos y la destrucción de toda
fuente de energía.
La civilización estaba nuevamente en la etapa de la
barbarie.
Solo quedaban los más capacitados, como un recurso
extremo de la naturaleza. Cuando se piensa en el futuro, ella no veía a
individuos, sino a la especie.
El apto sobrevive, el resto desaparece.
Caviló…
¿Cómo puede ser que el ser humano sea depredador de su propia especie? Incluso
cuando está en juego la supervivencia de la misma.
En momentos en que tendría que haber una suprema cordura, la insania rondaba las
mentes y no permitía darse cuenta de la realidad.
Solo atinó a pensar que la naturaleza no tiene
centro ni periferia, no hay núcleo ni bordes; al igual que el universo.
Sólo tiene naturaleza, porque no hay hechos vacíos,
apartados, sin nexos que los aten a los demás; sino una armonía perfecta, una
serie de eslabones sin solución de continuidad, una conexión perpetua e
inevitable, que representa el enrevesado mundo alrededor del cual giran los símbolos,
las sensaciones y las especulaciones.
En el humano y en el entorno en que nace, vive y
muere.
La
protección diaria de sobrevivir costara lo que fuera necesario, se hizo patente
en su accionar.
Lentamente su cuerpo y su mente comenzaron a actuar
en consecuencia.
Desempacó de la mochila algunas cosas y mientras el
sol se hundía en el horizonte, se dispuso a comer.
Mañana, como siempre, estaría viajando hacia el
sur, buscando la inmensidad patagónica.
Tal vez allí encontrara un poco de esa paz que
tanto ansiaba.
Este cuento se encuentra en el libro "Narrar... sigue siendo una aventura" - Editorial MB - 2017