viernes, 8 de diciembre de 2017


La distancia del recuerdo


     El verano traía aparejado calor, mucho calor, pero también dos “fiestas de guardar”, Navidad y Año Nuevo, en donde se juntaba la familia: abuelos, padres, hermanos, tíos y primos, alrededor de una gran mesa armada en el patio de casa, donde todo era en común: comida y bebida.
La tarde anterior, con mi padre, en bicicleta, íbamos a comprar las barras de hielo al frigorífico, que envueltas en un trapo de arpillera eran trasladas al “fuentón”.
Allí se colocaban las botellas para que se mantuvieran frías. La pequeña heladera no alcanzaba para todo.
Días de playa, siesta, y vecinos compartiendo noches estrelladas, cuidando a cada uno de nosotros, los más chicos. ¡Si habremos jugado a la “escondida” de noche, mientras nuestros padres charlaban entre ellos!
Allí estábamos: Roberto, Caíto, Tatín, Luis, Carlitos…  y las chicas: Marta, Ana, Rosita, Mirta, Zulema…

     El otoño se presentaba con noches frescas y hojas caídas que cubrían las calles,  ¡Qué colores! ¡Cómo me gustaba coleccionarlas!
Y en abril, a clase con el guardapolvo blanco, colegio y tardes de mate cocido con leche, pan, manteca y azúcar, y mi madre con sus pies en la máquina de coser, ¡dale que dale al pedal!

     Desde junio hasta agosto, frío, mucho frío, el invierno riguroso no nos dejaba salir a jugar, así que, adentro de las casas, interminables batallas de soldaditos y diversión con figuritas, buscando a veces  la más difícil.
Sábado por la tarde “picadito” y domingos de cine en Don Bosco, con las películas de aventura en capítulos, donde el “muchachito” de turno, siempre se salvaba a último momento.
El Tarzán de Johnny Weissmüller, era unos de los favoritos por su grito de guerra.

     Pero, con el transcurso del tiempo, llegaba la primavera.
La estación de los vientos,  la estación de los barriletes.
¡Y allí estábamos todos!, enzarzados en planificar cómo, dónde y cuándo.
Sin saberlo, hacíamos táctica y estrategia bien planificada.
Salían a relucir los viejos ovillos de hilo, que más de una vez debían ser limpiados en su totalidad y “armados” sobre un palito de madera o de caña, para manejarlos mejor.

     El “papel barrilete” se compraba en la mercería, gracias a alguna vecina solidaria, que al regreso de un mandado nos daba veinte o veinticinco “guitas”.
Allí se presentaba el primer problema a resolver: el color.
A veces queríamos el mismo, pero se solucionaba con justicia espartana:

     -¡Si vos usaste el celeste el año pasado, éste te toca el verde!

El proceso de clasificación estaba armado y se cumplía a rajatablas.
Luego se presentaba el tema de las cañas tacuaras.
Cruzábamos la Avenida Colón y nos adentrábamos en terreno desconocido, era otro barrio.
Así que con precaución, íbamos a lo del tano Giuseppe que tenía una quinta y siempre nos regalaba una o dos “tacuaritas” finas.
¡Ja, trofeo ganado!

     El carpintero José, de la calle Italia, colaboraba con el corte del largo deseado, y luego con precisión cirujana y mucha precaución (con un buen cuchillo afilado), partía las cañas en dos, luego en cuatro y por último en ocho.
Sobre las puntas, a un centímetro del final, hacía las canaladuras para los hilos.
¡Listo, paso terminado!
Ahora venía lo bravo. Con tres varas entrelazadas en el centro, armábamos una estrella de seis puntas.
Los lados debían ser iguales, con el mismo ángulo, para que al atar los vértices con hilos finos en todo su perímetro, no hubiera errores.
Cortábamos el papel bien medido con una solapa intercalada, que se pegaba atrás con engrudo casero (harina y agua en las proporciones justas) y… ¡ya lo teníamos!
La perfección llegaba al límite con la confección de los “tres tiros” hechos con hilo un poco más grueso. Sus medidas, justas y precisas permitían “levantar vuelo” sin problemas.
Las colas, prioridad para evitar caídas, eran hechas con trapos y más de una vez, apareció alguna corbata vieja que desaparecía misteriosamente de alguna casa.

     Con todo preparado, el día elegido, fin de semana seguro, con la temperatura ideal, viento cálido del norte sostenido, a la placita en formación.
¡Y allí te quería ver!
Los gritos de:

       -¡Dale hilo!, ¡Aflojale que colea!, ¡Mandale un mensaje!

se escuchaban fuertes y claros, pero los ejecutaban sólo los que debían hacerlo.
Estábamos perfectamente sincronizados. No hacían falta los nombres.
Cinco o seis barriletes, cometas de colores, volaban juntos, alegres, despreocupados, llevando su mensaje de amistad, camaradería y juego ingenioso.
¡Qué hermosos ideales!
Luego de un tiempo cambiaban su fisonomía.
Claro, los parches de colores diversos tapaban los accidentes ocurridos y era todo un espectáculo verlos flotar tremendamente “camuflados”.

     Volar, la ambición del hombre…
Tal vez sin saberlo emulábamos ese sentimiento.
Todavía creo que ese niño que gozó, sufrió y aprendió, está dentro de mí.
A veces tapado y oculto.
Pero, caray, ¡qué lindo es dejarlo salir de vez en cuando!
Creo que todos llevamos dentro, nuestro niño interior, ese que está con nosotros desde nuestra más tierna infancia.
No lo olvidemos, acordémonos de él, no importa la situación, pidámosle que venga y nos deleite.
La vida será así más placentera, se los aseguro.


Este relato forma parte del libro "La aventura de narrar" editado en 2105.