Una paz inconcebible
Me desperté sobresaltado, irritado,
empapado en transpiración.
¡Maldita sea! ¡El mismo sueño
recurrente!
La mujer desnuda, con el pelo sobre el rostro y el niño mirándola, como una toma
cinematográfica vista desde atrás.
No quise pensar más en ello.
Me metí bajo la ducha, casi
fría, para sacarme el dolor de cabeza.
Al final, tiritando, fui hasta
la cocina semi vestido.
Con una jarra de café humeante
entre las manos, me senté a escribir.
Ya hacía tiempo que lo venía
haciendo.
Los pormenores del caso que
tanto atraía la atención de la opinión pública, estaba desmenuzado en varias
carillas, fotos y diagramas.
En lo personal me tenía casi
fuera de control.
Trabajaba
en una unidad especial de la Policía Estatal, encargada de casos de Minoridad,
Pedofilia y Abusos.
Nunca habíamos encontrado nada
igual.
En casi dos años, teníamos cinco
víctimas fatales, entre cinco y nueve años, que si bien no habían sido abusadas
sexualmente, aparecían muertas en lugares por lo general boscosos, cuyos cadáveres perfectamente
higienizados y lavados, se encontraban en cajas de cartón, con sus manos
cruzadas sobre el sexo, y una corona de flores rodeando la cabeza.
Muchos habían sido los analistas
que intervinieron en el caso.
Todavía quedaban algunos.
Casi todos concordaban con los
rasgos de un psicópata, con un trastorno antisocial de la personalidad, que
particularmente presentaba una característica peculiar: preparaba los cadáveres
como queriendo expiar sus culpas.
Por supuesto el lavaje
concienzudo a que habían sido sometidos, borraba todo tipo de huellas
incriminatorias.
Causa de la muerte: asfixia por
sofocación.
Los datos aportados por testigos
no daban indicio alguno sobre el secuestrador.
Un niño que desaparecía en
cuestión de segundos en un supermercado y cuyas cámaras de vigilancia lo habían
filmado saliendo solo.
Otro que en el radio de cuatro
cuadras entre su casa y el colegio, nunca había llegado a él. Un tercero cuya
escapada a la plaza de su barrio, lo transformó en un fantasma que no pudieron
encontrar.
La intensa pesquisa no había
dado resultado alguno.
Sólo los rastrillajes habían
adquirido notoriedad por los cuerpos hallados.
Conseguir
su ubicación era necesario. Hallarlo era imprescindible.
Pero no teníamos nada y ¡Por
Dios! ¿Quién calmaba a esos padres desesperados que habían perdido a sus hijos?
Así, una psicosis generalizada
se había extendido por toda la ciudad.
Una ira irracional comenzó a
apoderarse de mí, ¡quería tener a ese maldito entre mis manos y destrozarlo
poco a poco!
Poco tiempo después, la idea de
exterminarlo se hizo más fuerte cuando apareció la sexta víctima.
La furia interior que me
dominaba se hacía patente en mi aspecto.
Nadie sabía la presión que
llevaba dentro. Como todos estábamos cansados, mi preocupación y mi malestar
encajaban con la de los demás, pasaba desapercibido.
Esa noche, casi derrotado, me acosté
muy tarde ya, cansado de tanto examinar papeles.
La mujer rubia, de pelo
largo, yacía de costado sobre el sofá, desnuda totalmente.
El cabello le cubría el rostro. Las manos acariciaban sus senos mientras
decía: ven, acércate, tócame, acaríciame…
Enfrente, a muy poca distancia, el niño, con vergüenza y timidez, sin
ropas y con las manos cubriendo su sexo, observaba fascinado, caminando
lentamente hacia ella.
Y de repente… por primera vez… por primera vez en tanto tiempo, como en
cámara lenta, la mujer giró su cabeza sacudiendo el pelo. Su rostro de exótica
belleza me miró, ¡era el de Alicia, la mujer que me cuidaba de niño!
La nuca del pequeño empezó a verse en una sucesión de movimientos lentos
y continuos, primero fue el lóbulo de la oreja, pequeño, luego el perfil de su
nariz aquilina y por último su rostro… ¡Era yo!... ¡Era yo!... ¡Maldición, era
yo!
Grité,
desesperado, llorando y maldiciendo al mismo tiempo.
Caí de rodillas en el piso de la
habitación, en un estado de desesperación intensa.
No sé cuánto tiempo estuve así,
mi mente era una máquina feroz y
enloquecida que trataba de comprender.
Una lucidez extraña se apoderó
de mí.
Un presentimiento me invadió.
Me levanté rápidamente, fui
hasta el placard y saqué una caja grande de cartón, semioculta en una de las
bauleras. Esparcí su interior sobre el piso, ropa de niño, pequeñas zapatillas,
gorras, mochilas, todo había quedado desparramado por la habitación.
Un mudo grito interior me
perforó los tímpanos y el alma.
Al fin había comprendido. No
hacían falta más explicaciones.
La ira irracional tenía sus
motivos.
En esa visión, yo, el niño de
ocho años, más allá de la vergüenza y el temor, descubrió otra sensación
aterrorizante: su pequeño miembro comenzaba a tener una erección.
Lo pecaminoso inculcado por mi
padre, pastor de una iglesia protestante, daba lugar a un sentimiento de
satisfacción, que era un pecado.
Lo irreconciliable desestabilizó
todo.
Ahora
me daba cuenta.
¿Estaba loco?
No lo sabía.
Ya ni sabía quién era yo.
Lo que si sabía era que esto
debía terminar, aquí y ahora.
Me senté en una silla de la
cocina con la pistola en la mano.
La Beretta del 9 pesaba más de
lo acostumbrado.
Saqué el cargador, comprobé que
estaba completo, destrabé el seguro, “acerrojé” el arma, me fijé que había un
proyectil en recámara, la amartillé y me la llevé a la boca.
De repente un dolor intenso,
fugaz, dio paso a una paz inconcebible.
Este relato obtuvo el galardón de 3ra. Mención de Honor Categoría Cuento
largo en los “II Certámenes de Verano 2015” – Organización Cultural La Hora del
Cuento – Bialet Massé - Córdoba