martes, 28 de noviembre de 2017

Una paz inconcebible



     Me desperté sobresaltado, irritado, empapado en transpiración.
¡Maldita sea! ¡El mismo sueño recurrente!
La mujer desnuda, con el pelo sobre el rostro  y el niño mirándola, como una toma cinematográfica vista desde atrás.
No quise pensar más en ello.
Me metí bajo la ducha, casi fría, para sacarme el dolor de cabeza.
Al final, tiritando, fui hasta la cocina semi vestido.
Con una jarra de café humeante entre las manos, me senté a escribir.
Ya hacía tiempo que lo venía haciendo.
Los pormenores del caso que tanto atraía la atención de la opinión pública, estaba desmenuzado en varias carillas, fotos y diagramas.
En lo personal me tenía casi fuera de control.

     Trabajaba en una unidad especial de la Policía Estatal, encargada de casos de Minoridad, Pedofilia y Abusos.
Nunca habíamos encontrado nada igual.
En casi dos años, teníamos cinco víctimas fatales, entre cinco y nueve años, que si bien no habían sido abusadas sexualmente, aparecían  muertas  en lugares por lo general  boscosos, cuyos cadáveres perfectamente higienizados y lavados, se encontraban en cajas de cartón, con sus manos cruzadas sobre el sexo, y una corona de flores rodeando la cabeza.
Muchos habían sido los analistas que intervinieron en el caso.
Todavía quedaban algunos.
Casi todos concordaban con los rasgos de un psicópata, con un trastorno antisocial de la personalidad, que particularmente presentaba una característica peculiar: preparaba los cadáveres como queriendo expiar sus culpas.
Por supuesto el lavaje concienzudo a que habían sido sometidos, borraba todo tipo de huellas incriminatorias.
Causa de la muerte: asfixia por sofocación.
Los datos aportados por testigos no daban indicio alguno sobre el secuestrador.
Un niño que desaparecía en cuestión de segundos en un supermercado y cuyas cámaras de vigilancia lo habían filmado saliendo solo.
Otro que en el radio de cuatro cuadras entre su casa y el colegio, nunca había llegado a él. Un tercero cuya escapada a la plaza de su barrio, lo transformó en un fantasma que no pudieron encontrar.
La intensa pesquisa no había dado resultado alguno.
Sólo los rastrillajes habían adquirido notoriedad por los cuerpos hallados.

     Conseguir su ubicación era necesario. Hallarlo era imprescindible.
Pero no teníamos nada y ¡Por Dios! ¿Quién calmaba a esos padres desesperados que habían perdido a sus hijos?
Así, una psicosis generalizada se había extendido por toda la ciudad.
Una ira irracional comenzó a apoderarse de mí, ¡quería tener a ese maldito entre mis manos y destrozarlo poco a poco!
Poco tiempo después, la idea de exterminarlo se hizo más fuerte cuando apareció la sexta víctima.
La furia interior que me dominaba se hacía patente en mi aspecto. 
Nadie sabía la presión que llevaba dentro. Como todos estábamos cansados, mi preocupación y mi malestar encajaban con la de los demás, pasaba desapercibido.
Esa noche, casi derrotado, me acosté muy tarde ya, cansado de tanto examinar papeles.

     La mujer rubia, de pelo largo, yacía de costado sobre el sofá, desnuda totalmente.
El cabello le cubría el rostro. Las manos acariciaban sus senos mientras decía: ven, acércate, tócame, acaríciame…
Enfrente, a muy poca distancia, el niño, con vergüenza y timidez, sin ropas y con las manos cubriendo su sexo, observaba fascinado, caminando lentamente hacia ella.
Y de repente… por primera vez… por primera vez en tanto tiempo, como en cámara lenta, la mujer giró su cabeza sacudiendo el pelo. Su rostro de exótica belleza me miró, ¡era el de Alicia, la mujer que me cuidaba de niño!
La nuca del pequeño empezó a verse en una sucesión de movimientos lentos y continuos, primero fue el lóbulo de la oreja, pequeño, luego el perfil de su nariz aquilina y por último su rostro… ¡Era yo!... ¡Era yo!... ¡Maldición, era yo!

     Grité, desesperado, llorando y maldiciendo al mismo tiempo.
Caí de rodillas en el piso de la habitación, en un estado de desesperación intensa.
No sé cuánto tiempo estuve así, mi mente era una máquina feroz  y enloquecida que trataba de comprender.
Una lucidez extraña se apoderó de mí.
Un presentimiento me invadió.
Me levanté rápidamente, fui hasta el placard y saqué una caja grande de cartón, semioculta en una de las bauleras. Esparcí su interior sobre el piso, ropa de niño, pequeñas zapatillas, gorras, mochilas, todo había quedado desparramado por la habitación.
Un mudo grito interior me perforó los tímpanos y el alma.
Al fin había comprendido. No hacían falta más explicaciones.
La ira irracional tenía sus motivos.
En esa visión, yo, el niño de ocho años, más allá de la vergüenza y el temor, descubrió otra sensación aterrorizante: su pequeño miembro comenzaba a tener una erección.
Lo pecaminoso inculcado por mi padre, pastor de una iglesia protestante, daba lugar a un sentimiento de satisfacción, que era un pecado.
Lo irreconciliable desestabilizó todo.

     Ahora me daba cuenta.
¿Estaba loco?
No lo sabía.
Ya ni sabía quién era yo.
Lo que si sabía era que esto debía terminar, aquí y ahora.
Me senté en una silla de la cocina con la pistola en la mano.
La Beretta del 9 pesaba más de lo acostumbrado.
Saqué el cargador, comprobé que estaba completo, destrabé el seguro, “acerrojé” el arma, me fijé que había un proyectil en recámara, la amartillé y me la llevé a la boca.
De repente un dolor intenso, fugaz, dio paso a una paz inconcebible.


Este relato obtuvo el galardón de 3ra. Mención de Honor Categoría Cuento largo en los “II Certámenes de Verano 2015” – Organización Cultural La Hora del Cuento – Bialet Massé - Córdoba


martes, 14 de noviembre de 2017

Relato





El Combate

No supieron querer otra manera. No supieron morir de otra manera.

Con el catalejo en las manos, otea el horizonte.
El sombrero de paja y el poncho ocultan sus “pilchas” de miradas indiscretas.
La planicie que ve,  está comenzando a fluir de “maturrangos”.
La infantería, con sus banderas desplegadas, formada en dos columnas y alentada por el sonar de parches y flautines, avanza segura de sí misma.
A lo lejos, en el medio del río, las tres chalupas ancladas, dejan ver catorce barcazas pequeñas yendo y viniendo.
La arena clara, se moja con el agua que mansamente llega a la orilla, en pequeñas olas, con la resaca blanca de espuma.

En total son cerca de 250 hombres. Algunos más quedan en los navíos. Piensa  que tiene solo 120 de a caballo, pero no le importa. El tema no es el porqué, sino el cómo y por dónde.
De repente, ve una flor de ceibo elevarse por el viento; roja, casi púrpura. Se parte en dos. Una de ellas va por un lado y la otra es arrastrada hacia el lado contrario.
¿Es una premonición?
¡No! ¡Es una idea que llega a su mente como un relámpago!
Años de milicia desde niño, en las cuales vio de cerca a la muerte, lo han formado militarmente.
¡La respuesta instintiva, es veloz!
Dos columnas de sesenta hombres cada una, la primera por el centro y la otra por el flanco derecho.
Ataque por sorpresa, encuentro, batalla, nuevo cruce y retirada.

Baja de su puesto de observación.
El viejo convento, con sus blancas paredes, es solo un testigo más de lo que va a ocurrir.
Tira en un rincón el rancho de paja y el poncho.
Se coloca el  sombrero en la cabeza. Hace juego con su uniforme.
Ordena montar a caballo y con voz trémula dice: “¡sables y lanzas nada más, ni un tiro!”.
Monta el bayo de cola recortada, desenvaina el sable corvo y se dirige a sus hombres: “No tengo dudas que los señores oficiales y mis granaderos se portarán a la altura de las circunstancias”.
Las dos columnas salen al galope tendido desde atrás de las murallas y en un ataque sorpresivo, avanzan como una ola embravecida.
Otra flor de ceibo observa desde las alturas.
Sesenta hombres desplegados en línea, cabalgan por el centro como centauros, velozmente. Por el otro lado los restantes.
Una formidable máquina de guerra.
La carga es mortífera, mientras la orden se escucha clara entre los alaridos y el clarín: “¡A degüeeeeelloooo!”.
El zumbar de los sables en el aire, el crujir de huesos, los ayes y los gritos confunden todo.
En un instante se ve en el suelo, su pierna derecha atrapada bajo el caballo inerme. Alcanza a esquivar un hachazo de Zabala, el jefe español, que le roza la mejilla dejándole gusto a sangre en la boca.
Siente el hombro dislocado. No puede pensar en menudencias.
Intenta desesperadamente salir de allí. No lo logra.
Lo ayudan. Otro hombre más lo saca. La pierna dormida casi no lo deja pararse.
Siente el tronar de los disparos muy cerca. Ve caer a quien lo rescató.
De rodillas con el cuerpo agonizante del granadero en su regazo, lo abraza.
La sangre de Cabral mancha la pechera y el hombro de su uniforme.
Viene el segundo ataque.
Los infantes españoles se desbandan y corren hacia la barranca.
Escucha el clarín tocando nuevamente ¡A degüello!
El campo queda regado de muertos y heridos.
Todo ha sucedido muy rápidamente.

En otro caballo criollo, sudoroso, con la sangre aún caliente y dolorido, ordena reagruparse.
Quince muertos, veintisiete heridos y un prisionero, son su pérdida; pero los atacantes dejaron en el camino cuarenta muertos, trece heridos y entre ellos su jefe. Los cañones, fusiles, bayonetas y una bandera son su trofeo.
La primera  y única batalla del  Regimiento de Granaderos a Caballo en tierra argentina, tiene su página gloriosa.
Es el 3 de febrero de 1813.
Levanta la vista y ve en el aire, como un presentimiento, una nueva flor de ceibo; ésta, entera, es llevada por los vientos en un eterno baile hasta que desaparece en la lejanía.
Se recuesta en un jergón.
Su cansancio es grande, pero sus hombres han respondido, ¡y bien!
El orgullo lo inunda.
Sin que él lo sepa, José Francisco ha comenzado a trenzar su historia…
¡Nuestra historia!


Este relato forma parte de la Antología IX Encuentro Internacional Comunitario – Entretejiendo Imágenes y Palabras – San Juan 2014 y de la Antología 2014 Narrativa, Dramaturgia y Poesía del Taller Literario Darwin M. Manuel Club Atlético Kimberley – Mar del Plata



domingo, 12 de noviembre de 2017

Ada Elena Ferraro

Ada Elena Ferraro

Nacida en CABA, en el barrio de Belgrano, mediados del siglo XX.
Sus estudios primarios y secundarios los realizó en establecimientos de ese barrio.
Como muchos, comenzó a desarrollar este atrevimiento de ser poeta cuando se encontró en el grupo de los "pasivos" y pensó en su soledad, que era el momento de estar activa.
(alguna vez hablaremos del término “sexalecencia”).
Lo demás, talleres y hambre de superarse, crecer en su interior… y muchos proyectos más. Su primer hijo, su primer libro: "Siembra de vida"
Ada es una verdadera amiga de las letras. Seguimos compartiendo juntos momentos y encuentros literarios.
               
Nunca visites Manhattan

Si piensas que Manhattan es una isla perteneciente al estado de Nueva York, cometes un grave error.  Ella es una manzana jugosa y perfumada, igual a la que la malvada madrastra regaló a Blanca Nieves; no la toques, no pruebes su gusto, porque es letal.
Si no pudiste ceder a la tentación de hincar tus dientes en ella y paladear un bocado, el resto de tu vida sentirás en tu boca su sabor.
No oses caminar por la 5ta. Avenida, pavoneando tu figura juvenil, de pronto lo encontrarás frente a tí, con sus árboles añosos teñidos de otoño, ocres, amarillos, rojos como el fuego. Sus senderos serpenteantes te atraparán y llegarás hasta el lago congelado y necesitarás volar sobre su superficie en locos arabescos.
Si lograste salir del parque encantado, evita transitar la calle Broadway en Diciembre, desde los altos cartelones del Radio City, "El Principito" te sonreirá hechicero y entonces no podrás escapar al encantamiento.
Ya lo sé, pensaste que embarcando en el ferry, sobre el muelle del Liberty Hall, estarías a salvo bajo el cobijo de su antorcha y caíste en la trampa más funesta, porque en su brazo alzado se encuentra la pócima fatal, no hay que beberla, sólo contemplarla, para no escapar jamás.
Si todos estos consejos no lograron evitar tu caída, lo lamento amiga/amigo, estás condenado igual que yo, a la añoranza infinita que te acompañará por el resto de tu vida.
Por eso, nunca visites Manhattan si no estás seguro de retornar.





                                               


Lidia Castro Hernando



Lidia Castro Hernando 

Dra. en Psicología, periodista, correctora, actriz de teatro independiente, con tres libros editados al presente: "La Caja Negra" en colaboración con Gustavo Ortíz; "Esa obstinada costumbre de morir" y "Ni una palabra más".
De este último libro tuve la satisfacción y el honor de realizar su presentación en la 13° Feria del Libro de Mar del Plata "Puerto de Lectura", en octubre pasado.
Sus blogs: www.palabrasdearena.blogspot.com
                  www.meditarpensarcrearyactuar.blogspot.com

Aquí un relato de la escritora: 

Cuestión de volumen

Jorge: ¡No levantes la voz!
Alicia: Yo no levanto la voz… hablo fuerte.
Jorge: Entonces hablá bajo, por favor.
Alicia: ¿Como vos? Casi no te escucho.
Jorge: Yo hablo normal.
Alicia: No para mí… ni para los demás. Mi mamá no te oye.
Jorge: No me interesa que me escuche.
Alicia: ¿Ves? ¿Ves que tenés problemas con ella?
Jorge Yo no dije que tengo problemas. Dije que no me interesa.
Alicia: A ella tampoco… andá sabiéndolo.
Jorge: ¿Por eso cuando viene no saluda?
Alicia: ¡Si vos no la saludás!
Jorge: Yo le digo hola y no me contesta.
Alicia: No te contesta porque no te oye.
Jorge: ¿Y qué? ¿Le tengo que gritar? ¿Como vos?
Alicia: Y… sí. Hablá más fuerte.
Jorge: Yo no soy de hablar a los gritos como todos en tu familia.
Alicia: Y yo no voy a murmurar como los de la tuya.
Jorge: Nosotros no murmuramos.
Alicia: Nosotros no gritamos.
Jorge: ¿Ves cómo podés decirlo en voz normal?
Alicia: ¿Ves cómo vos podés decirlo para que yo te oiga?
Jorge: Y… sí.
Alicia: Bueno… ¿A qué hora volvés a casa?
Jorge: A las ocho, como siempre.
Alicia: Te espero, mi amor.
Jorge: Con el baby-doll, mi cielo.
Alicia: ¿Y la cena?
Jorge: Con eso me alcanza
Alicia: Te amo.
Jorge: Te amo.

Clic. Clic




jueves, 9 de noviembre de 2017

Cuento

Buscando

Llovía, persistentemente, como casi todos los días en esa época del año, con esa llovizna húmeda y fría que calaba hasta los huesos.
Había vuelto a la ciudad, su ciudad, luego de casi diez años.
Diez años recorriendo América. Buscando, siempre buscando.
Caminos que ya no eran los mismos.
Demasiado tiempo.
Lo primero que hizo al llegar fue transitar el viejo barrio, sus esquinas conocidas, sus veredas, su antigua casa familiar.
Luego fue hacia el centro: la peatonal, las avenidas, los negocios comerciales, todo estaba como lo recordaba.
Llegó hasta el puente. Desde allí se veía toda la bahía.
Divisó el edificio que lo albergara durante tantos años de trabajo.
Una punzada de nostalgia le arrancó un gemido del pecho. 
«Sónkop Ujúmpi”» se dijo, “en el corazón, más adentro”, como decía Atahualpa.
¡Cuántos años!

Escuchó el sonido del potente motor de la moto bajo sus piernas, sintió su fuerza y miró el sidecar cubierto con una lona especial, hecha hacía mucho tiempo atrás.
Permitía mantener seco todo el contenido.  Lo indispensable para vivir.
Era el mejor vehículo encontrado en su diario caminar.
Cruzó la plaza y se dirigió al hotel, aquel tan recordado.
Subió las escalinatas y se puso a resguardo. 
El mar estaba brumoso por la lluvia, pero aún se dibujaba la línea del horizonte. Calmo, con olas pequeñas que besaban la playa de arena casi dorada, parecía que se mantenía a la expectativa por la falta de viento.
Bajó rápidamente con un extraño presentimiento y se dirigió hacia el palacete antiguo que tan bien conocía. Buscando, siempre buscando…
Le costó llegar, la zona había cambiado bastante, pero al final lo encontró.
Había sido una falsa alarma. Creyó, como lo hizo siempre ante cualquier atisbo de duda, pero no. La verdad era irrefutable.
En sus jardines encontró la flor, pequeña, roja, casi púrpura y por reflejo la arrancó y se la puso sobre el doblez de la campera. Se rió por dentro pensando que lo hacía a la vieja usanza, como cuando los aristócratas se colocaban las flores en las solapas de los sacos y smokings, engalanándose para alguna fiesta.

Sintió frió, se levantó la capucha y buscando refugio, subió la loma por la avenida, hasta encontrar el lugar adecuado. Allí, cómodamente sentado, comió algo y bebió suficiente agua, el peligro de la deshidratación siempre estaba presente.
Y volvió al mar, ese mar que tanto lo atraía. Ese mar que había sido su compañero de aventuras desde chico, nadando, pescando, navegando.
La lluvia había parado, comenzaba a sentirse el viento del sur, que llevaba las nubes, lejos, más allá del horizonte.
Dejó la moto, bajó por la recova, siguió por las escaleras y al fin pisó la arena. Compacta por el agua caída, no tenía ninguna huella. Sólo las que él iba dejando.
Se sentó sobre la orilla, casi al borde del agua.
Tomó la flor en su mano, la miró, la llevó hacia arriba y la soltó.
Una fuerte corriente de aire se encargó de levantarla y llevarla sobre las olas hasta que al fin desapareció.
Se sintió triste y solo, pero ese sentimiento ya era su viejo amigo.
La resignación llega cuando la razón desiste.
Lo sabía.
Él, era el último de su especie.
¡Era el último ser humano sobre la tierra!
                                               


Este relato se encuentra en el libro "La aventura de narrar" (2015) y forma parte de:  Antología Escritura Creativa & Recreativa – 2013  /  Antología IX Encuentro Internacional Comunitario - Entretejiendo Imágenes y palabras 2014 – San Juan  /  Antología 2014 Narrativa, Dramaturgia y Poesía del Taller Literario Darwin M. Manuel  Club Atlético Kimberley - Mar del  Plata  /  Antología Érase un Microcuento II - Editorial Diversidad Literaria – 2014  /  Antología Fusionando Palabras 2017 - Narrativa - Instituto Cultural Latinoamericano  /  Premiado con Mención de Honor en el 58° Concurso Internacional de Poesía y Narrativa 2017

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Prólogo del blog



Prólogo a una pregunta

Más de una vez me he preguntado ¿por qué escribir?
Y dentro de este interrogante, ¿por qué escribir ficción?
Aún no he hallado la respuesta definitiva, porque no hay una sola respuesta.
Si sé que mi intención al redactar, es narrar, contar, relatar, en definitiva, transmitir lo que costó esfuerzo, energía y tal vez atrevimiento, y por sobre todas las cosas, la necesidad imperiosa de decir con palabras escritas aquello que hemos sentido, soñado, o imaginado.
Nos permite abrir las alas de la imaginación y llevarnos lejos. Volar por lugares y situaciones que jamás pensábamos encontrar.
Expresamos inquietudes, deseos, aspiraciones, fantasías, obsesiones y hasta parte de nuestros recuerdos.

Todo se amalgama, todo se ensambla, para dar a luz un conjunto de emociones, que nos hace sentir que realmente vale la pena.
¡Sí, escribir, vale la pena!
Vale la pena porque es un modo de vivir, es una relación que nos permite percibir y experimentar lo que nos rodea. Abre la puerta a un mundo impensado, desconocido, donde somos el nexo de unión, en este sorprendente viaje hacia la ficción. Escribir encierra conmociones, sutilezas, ironía y por sobre todas las cosas… pasión.
Muchas veces tratamos de explicar lo inexplicable.
Nunca tenemos certezas. El tiempo no es nada, no es medible. No nos desvivimos por el ayer. No pretendemos ser el mañana. Nos hacemos a nosotros mismos, sin límites, porque un segundo es la vida entera.
En un segundo se nace y en un segundo se muere.
Debemos crear, crear y crear para que la magia no se detenga nunca, porque además, disfrutamos la necesidad que nos brinda la escritura: comunicación.

Estas páginas se abren en infinitas disyuntivas. Adentrarse en estas narraciones abre un universo ilimitado de posibilidades. Aparecen variados caminos, selvas lujuriosas y desiertos quemantes, librados a la imaginación. Cada lector deberá leerlas y re-leerlas, para darles su propia interpretación.
Esa es la magia de la escritura, mutarse, transformarse de acuerdo a quien la lee.

La narrativa vocifera, revela, manifiesta, acusa, hace reír, pensar y recapacitar.
Esta tarea requiere esfuerzo, dedicación e intelecto y una habilidad especial: una destreza fantástica donde entran en juego la técnica, la perseverancia y el talento. En las escasas páginas de un cuento breve, buscamos un arduo equilibrio entre armonía y proporción, entre rapidez para narrar y capacidad para mostrar ese mundo. No es poca cosa.
No se es escritor por haber elegido decir ciertas cosas, ni por la forma de escribir, sino por los sentimientos que producimos en el lector cuando nos lee: un recuerdo, una interpretación, una visión. Tal vez, hasta se haga partícipe necesario de nuestra narrativa; porque cuando cerramos un libro jamás somos los mismos.

La magia de la escritura es abrir las puertas a un mundo impensado, que tal vez nos haga sentir mejor y tal vez, ser mejores.
Creo en lo más profundo de mi mismo que la escritura es libertad, eso es todo.