Ya estoy lista
La
ruta estaba solitaria, pero el sol pegaba dentro de la cabina del camión y
aunque estaba prendido el aire acondicionado, me sentía bastante molesta.
La temperatura rondaba los 38 º
C.
La hora no era la adecuada para
manejar, pero el horario debía cumplirse y necesitaba llegar a tiempo.
Venía de San Juan y el destino
final era la bodega de Animaná, en la Quebrada de las Flechas, en pleno
territorio salteño.
La noche anterior había dormido
mal.
La comida chatarra de una
chapucera golondrina no me había
caído muy bien que digamos y si a eso le agregamos la cerveza, listo; cóctel explosivo para no pasarla muy bien.
Estaba
llegando a un cruce con la ruta provincial 24, bastante peligroso.
Son esos cruces sin rotonda, en
T, al cual hay que mirar dos veces antes de cruzar.
¡Maldita sea, el sol de frente
no me dejaba ver bien!
Cuando todo parecía estar en
órden, unos doscientos metros antes, solté un poco el acelerador.
En ese instante una sombra negra
pasó por mi costado, impactó en el guardabarros derecho, se ladeó para el otro
lado y salió despedida hacia la mano contraria.
Metí el embrague y empecé a
tirar cambios como loca.
Sentía al semi que se me venía
encima, y se ponía de costado.
Traté de mantenerlo derecho lo
más que pude, pero al cabo de cierto tiempo la maniobra se tornó incontrolable.
El empuje del acoplado me llevó
“puesta”
Una nube de polvo, cascotes y
arena nubló todo y cuando me quise acordar, el camión se volcó arrastrando la
cabina con él.
Por los aires volaban las
chucherías sueltas del viaje, el atado de cigarrillos, el encendedor, las
llaves.
Las correas del cinturón de
seguridad me estaban haciendo pedazos, pero, ¡menos mal que lo tenía puesto!
El ruido de las botellas de vino
desparramadas, se tornó insoportable.
Nunca había escuchado tantos
vidrios rotos.
¡Y el olor! Fuerte, áspero.
De golpe, el silencio.
No se oía más nada.
Sólo el sonido del viento que
seguía levantando tierra.
La cabina de costado, no me
impidió desatarme y salir por la ventanilla.
¡Tenía una calentura de mil
diablos!
Como un matón que empuña un
arma, tremendamente enojada, recogí la llave en cruz que estaba en el suelo y
encaré como un tren en marcha, cruzando la ruta.
Sentí un ardor en el brazo y en
las costillas.
Cuando me miré, una roja mancha
se iba extendiendo desde el codo hasta la muñeca.
No me importó.
No sentía dolor.
La
camioneta negra, con todo el costado izquierdo destrozado, estaba parada en la
banquina del otro lado, quieta, inmóvil.
Los vidrios polarizados me
impedían ver el interior.
La ira que me dominaba iba en
aumento, pero cuando me acerqué y sentí el llanto de una criatura, se evaporó
de inmediato.
La puerta del acompañante se
abrió, y la mujer con la cara ensangrentada y una nena pequeña en brazos me
miró desconcertada.
Luego de dos horas de hablar
con la policía y escuchar, sentada en la parte de atrás de una ambulancia con
una manta encima, recapacitaba en todo lo que había pasado.
El brazo y el torso totalmente
vendados no me impedían fumarme un cigarrillo, lentamente.
La mujer, cuando la pequeña se
cayó del asiento, trató de levantarla, se dio vuelta y perdió el control del
vehículo.
Cuando se quiso acordar estaba
encima de mi camión.
Volanteó, pasó por mi derecha,
trató de esquivarme y me chocó,
perdiendo el control.
Las dos estaban magulladas y
golpeadas.
En otra ambulancia las estaban
controlando.
Nada serio.
Lo
serio sería explicarle a la compañía cómo resarcir un semirremolque totalmente
destrozado y con la carga desparramada en varios cientos de metros, en medio
del cruce de dos rutas, por supuesto cortadas hasta recoger los vestigios del
choque.
¡Linda changa!
¡Si hasta me daban ganas de huir
quién sabe dónde!
Tiré el “pucho”, que describió
una amplia parábola antes de estrellarse en el suelo.
Miré al enfermero, me senté
adentro y le dije:
-Vamos flaco, ¡ya estoy lista!

No hay comentarios.:
Publicar un comentario