jueves, 9 de noviembre de 2017

Cuento

Buscando

Llovía, persistentemente, como casi todos los días en esa época del año, con esa llovizna húmeda y fría que calaba hasta los huesos.
Había vuelto a la ciudad, su ciudad, luego de casi diez años.
Diez años recorriendo América. Buscando, siempre buscando.
Caminos que ya no eran los mismos.
Demasiado tiempo.
Lo primero que hizo al llegar fue transitar el viejo barrio, sus esquinas conocidas, sus veredas, su antigua casa familiar.
Luego fue hacia el centro: la peatonal, las avenidas, los negocios comerciales, todo estaba como lo recordaba.
Llegó hasta el puente. Desde allí se veía toda la bahía.
Divisó el edificio que lo albergara durante tantos años de trabajo.
Una punzada de nostalgia le arrancó un gemido del pecho. 
«Sónkop Ujúmpi”» se dijo, “en el corazón, más adentro”, como decía Atahualpa.
¡Cuántos años!

Escuchó el sonido del potente motor de la moto bajo sus piernas, sintió su fuerza y miró el sidecar cubierto con una lona especial, hecha hacía mucho tiempo atrás.
Permitía mantener seco todo el contenido.  Lo indispensable para vivir.
Era el mejor vehículo encontrado en su diario caminar.
Cruzó la plaza y se dirigió al hotel, aquel tan recordado.
Subió las escalinatas y se puso a resguardo. 
El mar estaba brumoso por la lluvia, pero aún se dibujaba la línea del horizonte. Calmo, con olas pequeñas que besaban la playa de arena casi dorada, parecía que se mantenía a la expectativa por la falta de viento.
Bajó rápidamente con un extraño presentimiento y se dirigió hacia el palacete antiguo que tan bien conocía. Buscando, siempre buscando…
Le costó llegar, la zona había cambiado bastante, pero al final lo encontró.
Había sido una falsa alarma. Creyó, como lo hizo siempre ante cualquier atisbo de duda, pero no. La verdad era irrefutable.
En sus jardines encontró la flor, pequeña, roja, casi púrpura y por reflejo la arrancó y se la puso sobre el doblez de la campera. Se rió por dentro pensando que lo hacía a la vieja usanza, como cuando los aristócratas se colocaban las flores en las solapas de los sacos y smokings, engalanándose para alguna fiesta.

Sintió frió, se levantó la capucha y buscando refugio, subió la loma por la avenida, hasta encontrar el lugar adecuado. Allí, cómodamente sentado, comió algo y bebió suficiente agua, el peligro de la deshidratación siempre estaba presente.
Y volvió al mar, ese mar que tanto lo atraía. Ese mar que había sido su compañero de aventuras desde chico, nadando, pescando, navegando.
La lluvia había parado, comenzaba a sentirse el viento del sur, que llevaba las nubes, lejos, más allá del horizonte.
Dejó la moto, bajó por la recova, siguió por las escaleras y al fin pisó la arena. Compacta por el agua caída, no tenía ninguna huella. Sólo las que él iba dejando.
Se sentó sobre la orilla, casi al borde del agua.
Tomó la flor en su mano, la miró, la llevó hacia arriba y la soltó.
Una fuerte corriente de aire se encargó de levantarla y llevarla sobre las olas hasta que al fin desapareció.
Se sintió triste y solo, pero ese sentimiento ya era su viejo amigo.
La resignación llega cuando la razón desiste.
Lo sabía.
Él, era el último de su especie.
¡Era el último ser humano sobre la tierra!
                                               


Este relato se encuentra en el libro "La aventura de narrar" (2015) y forma parte de:  Antología Escritura Creativa & Recreativa – 2013  /  Antología IX Encuentro Internacional Comunitario - Entretejiendo Imágenes y palabras 2014 – San Juan  /  Antología 2014 Narrativa, Dramaturgia y Poesía del Taller Literario Darwin M. Manuel  Club Atlético Kimberley - Mar del  Plata  /  Antología Érase un Microcuento II - Editorial Diversidad Literaria – 2014  /  Antología Fusionando Palabras 2017 - Narrativa - Instituto Cultural Latinoamericano  /  Premiado con Mención de Honor en el 58° Concurso Internacional de Poesía y Narrativa 2017

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