jueves, 22 de febrero de 2018



La Diosa del Árbol


     El árbol era inmenso.
Su circunferencia era inalcanzable con la vista y su altura sobrepasaba las nubes bajas que se aletargaban en el frío invierno.
Ninguno de los clanes que vivían allí, sabía desde cuándo estaba; para muchos siempre había existido, lo consideraban eterno.
Se veía desde distancias enormes, ya que la planicie en la que se encontraba, permitía ver su inconfundible silueta desde la lejanía.
Sus ramas sobresalían en todas las direcciones y cobijaban a casi toda la humanidad que vivía en la región.
Su Diosa era la de todos.
Nadie la había visto completamente, ni había hablado con ella… pero sabían que existía.
Una rama retorciéndose con forma de mujer, una cabellera rubia llena de hojas que caían lentamente, unas manos de corteza que se movían acariciando la rugosidad de algún tallo, unas orejas puntiagudas nunca vistas.
Retazos de un ser que se movía sobre el árbol, formando parte de él.
Eso era lo que habían visto algunos y se contaba en las largas reuniones de invierno, cuando el frío y la lluvia arreciaban.
Era una cuestión de creencia que se enseñaba a los más jóvenes para que transmitieran el mensaje; la Diosa del Árbol protegía a quienes creían en ella.
Y ésta fue pasando de generación en generación hasta que llegó a mí desde pequeño.

     Por ese entonces, mi padre era el jefe del “Clan de los Corredores”, llamado así, por la velocidad y resistencia de sus hombres, mujeres y niños, en las largas travesías por la llanura.
Siempre cobijados por el inmenso macizo vegetal.
De muchacho, recorría su circunferencia, dándome cuenta que cada vez era más grande.
Sin cansarme, tardaba tres soles en hacerlo.
A las doce lunas eran tres soles y medio.
De adulto comprobé que ya tardaba casi una luna en rodearlo.

     La rugosidad de su corteza era suave caricia para mis manos.
Sus ramas enormes, pendían como un techo en las alturas, dando sombra en verano y calor en invierno.
Sus hojas, verdes y azuladas nos transmitían paz y fortaleza.
Amaba ese árbol, era la madre de mi tierra, era todo lo conocido, y  amaba a su Diosa.
Me encantaba escuchar las historias de quienes creían haberla visto.
Era mi anhelo más ferviente el poder encontrarme con ella algún día.

     Al final sucedió…
Hallándome en el lecho de mi vejez, tuve una visión: una hermosa mujer con sus cabellos al viento, desenredándose de una rama, con sus peculiares orejas y mirándome con esos ojos tan propios, se acercó a mi cuerpo.

     Extendiendo sus manos y tocándome el pecho dijo:

—Al fin me conocerás. Vendrás conmigo, pero algo tendrás que dejar para ello.

—¿Qué es? —dije anhelante.

—Tu perpetuidad, humano. Tendrás que morir.

—Que así sea! —exclamé gozoso.

Y así fue como sin saberlo, yo también forme parte del Árbol y me incorporé a él.
Savia de savia.
Esencia de esencia.

Este relato se encuentra en el libro "La aventura de narrar", editado en 2015.



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