La Diosa del Árbol
El
árbol era inmenso.
Su circunferencia era inalcanzable con la vista y su altura sobrepasaba las nubes bajas que se aletargaban
en el frío invierno.
Ninguno de los clanes que vivían
allí, sabía desde cuándo estaba; para muchos siempre había existido, lo
consideraban eterno.
Se veía desde distancias
enormes, ya que la planicie en la que se encontraba, permitía ver su
inconfundible silueta desde la lejanía.
Sus ramas sobresalían en todas
las direcciones y cobijaban a casi toda la humanidad que vivía en la región.
Su Diosa era la de todos.
Nadie la había visto
completamente, ni había hablado con ella… pero sabían que existía.
Una rama retorciéndose con forma
de mujer, una cabellera rubia llena de hojas que caían lentamente, unas manos
de corteza que se movían acariciando la rugosidad de algún tallo, unas orejas
puntiagudas nunca vistas.
Retazos de un ser que se movía
sobre el árbol, formando parte de él.
Eso era lo que habían visto
algunos y se contaba en las largas reuniones de invierno, cuando el frío y la
lluvia arreciaban.
Era una cuestión de creencia que
se enseñaba a los más jóvenes para que transmitieran el mensaje; la Diosa del
Árbol protegía a quienes creían en ella.
Y ésta fue pasando de generación
en generación hasta que llegó a mí desde pequeño.
Por
ese entonces, mi padre era el jefe del “Clan de los Corredores”, llamado así,
por la velocidad y resistencia de sus hombres, mujeres y niños, en las largas
travesías por la llanura.
Siempre cobijados por el inmenso
macizo vegetal.
De muchacho, recorría su
circunferencia, dándome cuenta que cada vez era más grande.
Sin cansarme, tardaba tres soles
en hacerlo.
A las doce lunas eran tres soles
y medio.
De adulto comprobé que ya
tardaba casi una luna en rodearlo.
La
rugosidad de su corteza era suave caricia para mis manos.
Sus ramas enormes, pendían como
un techo en las alturas, dando sombra en verano y calor en invierno.
Sus hojas, verdes y azuladas nos
transmitían paz y fortaleza.
Amaba ese árbol, era la madre de
mi tierra, era todo lo conocido, y amaba
a su Diosa.
Me encantaba escuchar las
historias de quienes creían haberla visto.
Era mi anhelo más ferviente el
poder encontrarme con ella algún día.
Al final sucedió…
Hallándome en el lecho de mi
vejez, tuve una visión: una hermosa mujer con sus cabellos al viento,
desenredándose de una rama, con sus peculiares orejas y mirándome con esos ojos
tan propios, se acercó a mi cuerpo.
Extendiendo
sus manos y tocándome el pecho dijo:
—Al fin me conocerás. Vendrás conmigo, pero algo tendrás que
dejar para ello.
—¿Qué es? —dije
anhelante.
—Tu perpetuidad, humano. Tendrás que morir.
—Que así sea! —exclamé
gozoso.
Y así fue como sin saberlo, yo también forme parte del Árbol y me
incorporé a él.
Savia de savia.
Esencia de esencia.
Este relato se encuentra en el libro "La aventura de narrar", editado en 2015.
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