sábado, 30 de junio de 2018


La última vez


     Se despertó sobresaltado.
Una rara sensación lo dominó.
Luchó por sacarla de su mente.
Sentado en la cama observó la habitación.
Un tenue rayo de luz, preludio del amanecer, se filtraba por las rendijas de la persiana.
Ariana dormía al lado suyo, con esa inveterada costumbre de hacerlo desnuda.
Una de sus manos caía sobre la alfombra.
Las sábanas cubrían el cuerpo, remarcando las formas que había recorrido hasta la saciedad.
¡Qué bella parecía ahora, con su pelo revuelto cubriendo esa cara de rasgos tan finos!
Hermosa, perfectamente hermosa y hasta exótica.
Verdadera belleza femenina que ella sabía hacer valer en grado superlativo.
El perfume de su cuerpo y el olor dulzón de su sexo, estremecieron sus recuerdos.

     Se levantó lentamente, entró al baño y mientras la ducha lo reanimaba, pensó en el nuevo día que comenzaba a nacer.
Su mente iba veloz de una idea a otra.                                                                                    
Debía tomar una decisión.
Secó con vigor su cuerpo, se vistió despacio y salió.
En la cocina tomó una generosa taza de café y desayunó sin prisa.
Meditaba.
Gradualmente habían pasado de la seducción, al amor concreto y de ahí a la convivencia.
De lo emocional a lo real.
Ambos transitaron el camino de la sorpresa que fue ir enamorándose, hasta  alcanzar una plenitud permanente.
Sabía que Ariana era hermosa e irremediablemente culta, con una sabiduría que inundaba cualquier tema.
Impávida ante el desconocimiento de los demás.
Se vio arrastrado por su fuerza y su belleza.
Su gracia y su femineidad lo cautivaron.                                                                                                     
     Reconocía también sus propios atributos: generoso, leal y hasta culto, con un idealismo puro, no exento de practicidad.
Pero también comprendió que enamorarse era enajenarse.  
Por eso las constantes contradicciones: sentirse cautivado, desearse físicamente, tener celos, descubrir las dificultades de entendimiento, desilusionarse, volverse a entusiasmar.
Siempre quiso más, sin darse cuenta que la frontera entre su propio yo y la necesidad de compartir la existencia, no era fácil de cruzar.                                                   
Era entrar en un terreno de arenas movedizas.
El instinto le marcó que estaba pasando de un momento vivido, a otro por vivir.                                                                                                                        
Limpió las migajas del desayuno, lavó lentamente la vajilla y la dejó secar sobre la mesada. 

     Arrimó la silla hacia la mesa, y subió a la habitación. 
Tapó delicadamente con la sábana el cuerpo femenino descubierto.                                                                             
Ariana rodó con lentitud sobre sí misma, exhaló un suspiro y siguió durmiendo.                                        
Tomó sus efectos personales y salió al comedor.  
La ventana entreabierta dejaba pasar los primeros rayos del sol, despuntando el alba.
Se detuvo unos segundos y partió. 
El largo corredor vio pasar su figura.
Su aspecto varonil y aventurero se reflejó en el espejo, al costado de la puerta de salida.
Salió y cerró despacio, sin hacer ruido. 
Giró la llave en la cerradura.
Sabía, con certeza, que Iba a ser la última vez que lo hacía.
En vano sería decir adiós.


 Este relato se encuentra editado en el libro "La aventura de narrar" - Año 2015


                               

jueves, 14 de junio de 2018




¿Quién eres?


     Ese día sabía que si subía a actuar, algo pasaría.
Lo presentía.
Siempre quise ser actor, estimado lector.
No me pregunte por qué, pero siempre lo quise.
Desde niño, las tablas fueron mi hogar.
Criado en un matrimonio de artistas, subir al escenario era para mí tan común, como para cualquier niño jugar a la pelota.

     Así fue, así nació mi carrera, que poco a poco fue transformándose en un sentir, en una verdadera forma de vida.
Existía solo y exclusivamente para actuar.

     Convengamos que actuar no resulta ser tan fácil.
Uno debe meterse en la piel de cada personaje, dejar su yo de lado y asumir el otro yo, aunque éste, siempre contenga al verdadero. ¿Qué paradoja, no?
En mi caso, más de una vez, el personaje trascendió al intérprete.
Eso es lo difícil de sobrellevar.
Uno es uno mismo y no uno ajeno, y transformarse en el otro no es sencillo (por supuesto si se quieren hacer las cosas bien), porque recordemos que para mí actuar fue mi manera de vivir, excluyente y sin miramientos.

     Tuve mucha fe en mí mismo, eso sí, logré con el tiempo una perfección actoral que me brindó una gran satisfacción.
Aclaremos que todo se debió a constancia, trabajo y organización.
Estudié con grandes actores, en institutos de renombre mundial, me esforcé al máximo y logré el resultado esperado: reconocimiento.

     Pero ese día sabía que si subía al escenario, algo pasaría.
Era una rara sensación que sentía dentro de mí cuerpo, hasta diría dentro de mi alma.
Era un sentimiento encontrado que por un lado me impulsaba a actuar y por el otro, me indicaba que no lo hiciera.

     La obra era un estreno en el principal teatro de la calle Corrientes, en esa inmensa metrópolis llamada  Buenos Aires.
Aunque hoy en día se estila mostrar todo desde un principio, nuestra compañía todavía ocultaba la escenografía.
Usábamos el telón, ese gran separador que divide la sala de un teatro en dos partes bien contrapuestas.
Por un lado el espectador, estimado lector, que espera su apertura, ansioso por saber con qué se encontrará y por el otro, los actores, que también anhelantes, desean presentarse ante su público.
¡Las luces!, no olvidemos las luces; brillo cegador, calor, oscuridad, frío.
Todo el abanico de posibilidades para recrear una atmósfera que debía conjugar con la actuación.
¡Qué hermoso me parecía todo esto, qué espectacularidad, qué sentimientos tenia dentro de mí, porque  allí estaba: ¡actuando!

     De pronto, en un instante, lo recuerdo con gran claridad, al final del segundo acto, sentí un agudo dolor en la parte izquierda del pecho. Me doblé en dos, caí al suelo exánime, casi sin querer.
Y casi sin querer me morí.
Sí, me morí.
Lisa y sencillamente me morí, dejé de vivir.
Al final mi presentimiento tuvo razón, algo iba a pasar si subía a actuar.

     Pero aquí no concluye todo, estimado lector.
No, todavía falta lo mejor, o lo peor, de acuerdo a cómo se lo mire.
Cuando partí, alguien preguntó:

     —¿Quién eres?
     — Un actor —respondí.
        Sí, pero… ¿quién eres?

     No supe qué contestar y lloré.


Este cuento fue galardonado con el 1er. PuestoCategoría Cuento Corto en los Certámenes de Verano 2015 – Organización Cultural La Hora del Cuento – Bialet Masée - Córdoba
y forma parte de la Antología Letras de Otoño de la misma Organización y de la Antología IX Encuentro Internacional Comunitario – Entretejiendo Imágenes y palabras 2014 – San Juan
Finalista  56° Concurso Internacional de Poesía y Narrativa “Premio a la palabra 2017”, en el género Narrativa. Instituto Cultural Latinoamericano.





martes, 12 de junio de 2018

Con el nombre de "El Rey rosa", el relato "Tributo" fue galardonado con:

1er. Premio - Género Cuento Largo - Certámenes de Verano 2017 - Organización La Hora del Cuento

Mención de Honor – VI Concurso Internacional de Poesía, Cuento y Carta 2017 - Sociedad de Escritores Regionales Brandsen-La Plata

lunes, 11 de junio de 2018




Tributo

La tarde desapacible se hizo aun más sombría cuando comenzó a oscurecer.
Las nubes bajas corrían como en estampida y de golpe, la llovizna se transformó en lluvia feroz.
Desde la pequeña elevación podía verse parte del camino.
El jinete corría anhelante. Su cabalgadura, un regio percherón, llevaba los ijares rojos por la sangre de las lastimaduras. Los cascos levantaban a su paso pedazos de barro, que lanzados como proyectiles volaban por el aire cayendo varios metros más atrás. La baba colgante del belfo demostraba sus últimos esfuerzos. Sobre un fondo de montañas inmensas, el castillo se divisaba aún bajo el aguacero. Sus muros enormes, daban la impresión de fortaleza.
Era un poder material dentro del contexto natural que lo rodeaba.

El mensajero cabalgó raudo por el puente levadizo de madera que salvaba el foso y entró con rapidez por la reja abierta. Antes que el animal se detuviera, desmontó de un salto pese a la armadura que llevaba y se dirigió al primer paje que salió a su encuentro. Su orden fue tajante:
     ¡Sacadle los arreos, limpiadlos! ¡Llevad el caballo al foso y matadlo! No vivirá mucho más, está acabado.
Tambaleándose por el cansancio, cruzó el Patio de Armas y se dirigió a la Sala Militar que tan bien conocía. El Capitán de la Plaza lo estudió con detenimiento:
    ¡Comandante!, ¡Estáis deshecho! —exclamó.
    ¡Eso no tiene importancia!  —contestó el jinete—. ¡Llevadme ante el Rey, rápido, traigo un despacho muy importante que debo entregarle!

La Torre del Homenaje se encontraba silenciosa. En la sala principal, un inmenso hogar prendido daba una sensación agradable. El humo que a veces remolineaba, hacía sentir el seductor olor de los troncos quemados.
El Rey estaba sentado en un sillón inmenso de madera. Cubierto con sus vestimentas matinales, el calor del fuego le hacía sentir somnolencia. Pero no era solamente la situación, la noche anterior no había podido dormir casi nada. El mensajero le había traído la noticia esperada, pero no por eso deseada.
El juego de Ajedrez Viviente, al final se realizaría.
Era la forma que había establecido con su oponente, el Visir Abdul Al-Mohardín, para dirimir los territorios pretendidos por ambos.
En un lugar a determinar se armarían los sesenta y cuatro escaques, disponiendo las piezas humanas: Reyes, Reinas, Caballos, Alfiles, Torres y Peones.
Pero estaba en juego algo más que un simple entretenimiento para dirimir la posesión de una comarca. Se había convenido que la pieza tomada debía ser eliminada, aniquilada. Era la manera de evitar un enfrentamiento de dos ejércitos que dejarían miles de muertos y devastación de poblados. Y además, conformaría el ansia de violencia que todos llevaban dentro. De alguna manera, por primera vez en muchos años, los reyes resolverían en forma personal sus intereses.

Eligió cuidadosamente a los peones por su bravura. Sus alfiles caballos y torres fueron seleccionados por sus condiciones estratégicas, su tenacidad y orgullo. La Dama, su Reina, fue bien instruida. Intuía que el sacrificio de algunos de ellos sería inevitable, pero estaba seguro de ganar. Tenía conciencia que jugaría muy bien, pero siempre estaban las circunstancias adversas. ¡Si sabía él lo que era eso! Su reinado llevaba ya veinte años.
Se decidió entre ambos monarcas, usar un lugar especial para el juego: una colina plana que quedaba casi a la misma distancia de ambos reinos. Cientos de hombres de ambos bandos la alisaron, armaron el gigantesco tablero blanco y negro y colocaron las tiendas para todas las comitivas. Una pequeña ciudad totalmente abastecida surgió de la nada, en muy poco tiempo.
De un lado la bandera negra con la cimitarra blanca en el medio, determinaba el lugar de Abdul Al-Mohardín. Del otro lado, la bandera blanca con la rosa roja. Era su distintivo. Nunca supo realmente porqué la eligió como su estandarte, tal vez por la sangre derramada en las luchas de conquista, tal vez porque era su color favorito, tal vez porque la planta tenía una flor hermosa pero su tallo estaba lleno de espinas, como la vida. Tal vez…

Llegó al lugar un día antes proponiéndose estudiar con serenidad sus jugadas.
El sonido de una trompeta sonó clara en el amanecer neblinoso. Se encontraron en el tablero. Cada uno de los personajes tomó posición. El nerviosismo por ambas partes se podía percibir hasta en el aire. Estaba en juego la existencia de cada uno de ellos, y más que eso, la vida del reino.
Le llamó la atención la belleza de la Dama Negra. Una piel morena, delicada. Ojos rasgados, exóticos. El pelo azabache cayendo lacio entre sus hombros. Una verdadera vestal.

Sortearon las piezas y cuando obtuvo las blancas, se sintió eufórico: ¡tenía la iniciativa! Comenzaba bien. Peón 4 Rey fue su primer lance, luego vino el desarrollo. Caballos y alfiles afuera, enroques, torres en posición. Se detuvieron al mediar la partida. Aquí había que jugar con cuidado, un error sería fatal. Estudió con lentitud sus próximas jugadas y las de su oponente, hasta que al final se decidió. Peón por peón, caballo por peón, alfil por caballo, torre por alfil, torre por torre… y las jugadas se hacían cada vez más frenéticas.
Pieza tomada, inmediatamente que salía del tablero, era ejecutada. Las espadas entraban y salían de la carne humana y la pila de cuerpos iba en aumento. El suelo de tierra comenzó a cambiar de color. El olor a sangre inundó el ambiente. Un rayo cayó, seguido del retumbar de los truenos que desgarraban el cielo. Una tormenta se precipitaba sobre la zona. Pero en ese preciso lugar, la muerte reinaba.

Miró por un momento el juego y vio “su jugada”.  La dama contraria estaba a su alcance. ¡Dama por Dama! De costado observó como un cuchillo penetraba en el pecho de la belleza negra. Observó su rostro y vio en sus ojos resignación… y triunfo.
¡Y de repente se dio cuenta!  La celada preparada por su rival había dado resultado. La torre negra exclamó ¡JAQUE! Se corrió al costado, al lado de su peón, único lugar posible. El alfil negro entró por la diagonal y exclamó ¡MATE!
Salió del tablero aún perplejo.  Solo atinó a levantar la vista para ver a su ganador.
Una cimitarra negra como un tizón del infierno, le cercenó la cabeza.
Esta, aún con el rostro desconcertado, rodó hasta los pies de la Dama Negra… como un tributo.

2do. premio de Literatura Tres de febrero 2017 - Cuento