La última vez
Se
despertó sobresaltado.
Una rara sensación lo dominó.
Luchó por sacarla de su mente.
Sentado en la cama observó la
habitación.
Un tenue rayo de luz, preludio
del amanecer, se filtraba por las rendijas de la persiana.
Ariana dormía al lado suyo, con
esa inveterada costumbre de hacerlo desnuda.
Una de sus manos caía sobre la
alfombra.
Las sábanas cubrían el cuerpo,
remarcando las formas que había recorrido hasta la saciedad.
¡Qué bella parecía ahora, con su
pelo revuelto cubriendo esa cara de rasgos tan finos!
Hermosa, perfectamente hermosa y
hasta exótica.
Verdadera belleza femenina que
ella sabía hacer valer en grado superlativo.
El perfume de su cuerpo y el
olor dulzón de su sexo, estremecieron sus recuerdos.
Se
levantó lentamente, entró al baño y mientras la ducha lo reanimaba, pensó en el
nuevo día que comenzaba a nacer.
Su mente iba veloz de una idea a
otra.
Debía tomar una decisión.
Secó con vigor su cuerpo, se
vistió despacio y salió.
En la cocina tomó una generosa
taza de café y desayunó sin prisa.
Meditaba.
Gradualmente habían pasado de la
seducción, al amor concreto y de ahí a la convivencia.
De lo emocional a lo real.
Ambos transitaron el camino de
la sorpresa que fue ir enamorándose, hasta alcanzar una plenitud permanente.
Sabía que Ariana era hermosa e
irremediablemente culta, con una sabiduría que inundaba cualquier tema.
Impávida ante el desconocimiento
de los demás.
Se vio arrastrado por su fuerza
y su belleza.
Su gracia y su femineidad lo cautivaron.
Reconocía también sus propios
atributos: generoso, leal y hasta culto, con un idealismo puro, no exento de
practicidad.
Pero también comprendió que enamorarse
era enajenarse.
Por eso las constantes
contradicciones: sentirse cautivado, desearse físicamente, tener celos,
descubrir las dificultades de entendimiento, desilusionarse, volverse a
entusiasmar.
Siempre quiso más, sin darse
cuenta que la frontera entre su propio yo y la necesidad de compartir la
existencia, no era fácil de cruzar.
Era entrar en un terreno de
arenas movedizas.
El instinto le marcó que estaba
pasando de un momento vivido, a otro por vivir.
Limpió las migajas del desayuno,
lavó lentamente la vajilla y la dejó secar sobre la mesada.
Arrimó la silla hacia la mesa,
y subió a la habitación.
Tapó delicadamente con la sábana
el cuerpo femenino descubierto.
Ariana rodó con lentitud sobre
sí misma, exhaló un suspiro y siguió durmiendo.
Tomó sus efectos personales y
salió al comedor.
La ventana entreabierta dejaba
pasar los primeros rayos del sol, despuntando el alba.
Se detuvo unos segundos y
partió.
El largo corredor vio pasar su
figura.
Su aspecto varonil y aventurero
se reflejó en el espejo, al costado de la puerta de salida.
Salió y cerró despacio, sin
hacer ruido.
Giró la llave en la cerradura.
Sabía, con certeza, que Iba a
ser la última vez que lo hacía.
En vano sería decir adiós.