La Incógnita
La
temperatura es insoportable.
Los hombres trabajan, callados,
mientras los hierros y las maderas van tomando forma.
En ese atardecer africano, el
sol deja ver sus últimos rayos como flechas ígneas atravesando las pocas nubes
del firmamento.
Se siente cansada, se arrodilla
y deja caer el cuerpo recostándose.
Sus cuatro patas estiradas casi
tocan la reja.
La jaula donde se encuentra no
es muy grande y su piel a rayas, se sacude constantemente para espantar las
moscas y tábanos que la rondan.
El calor agobia.
Observa a los hombres trabajando
y desvía la mirada para ver a su compañera.
Esta con su largo cuello, no
tiene más remedio que permanecer parada dentro de su encierro; también está
enjaulada.
La mirada de las dos se
encuentra y un chispazo de incomprensión las une, insensibilidad,
incertidumbre, temor.
El
teléfono sonó.
Mi trabajo de periodista
especializado no me impedía dejar de atenderlo.
Debía cubrir un evento muy
importante.
Técnicos y especialista
nacionales y extranjeros, luego de realizar innumerables pruebas con cebras y
jirafas, habían llegado a una conclusión. Las nuevas generaciones poseían
ramificaciones cerebrales que superaban a los delfines y chimpancés.
Casi se podría decir, que sus
cerebros evolucionaban muy rápidamente, asimilando infinidad de conocimientos.
En la planicie de Serengueti en
Tanzania, habían capturado dos ejemplares para estudio y los traían al
Zoológico de Buenos Aires. Su llegada iba a causar revuelo.
Se solicitaba al periodismo en
general que visitara a los animales, presenciara las disertaciones y evaluara
luego en sus artículos cuáles eran sus conclusiones.
Daban por hecho sus conjeturas y
presunciones.
Así
que, pocos días después, me metí en el tráfico dominguero casi nulo, de la
avenida del Libertador y me acerque al Zoológico.
Presencié las charlas que se
brindaron en la biblioteca y al final de las mismas pregunté por los animales.
Estaban encerrados en una jaula
especial, prácticamente aislados,
pasando la glorieta, sobre la Avenida República de la India.
Tranquilo, me dirigí al lugar.
Varios periodistas y fotógrafos
ya se retiraban.
Me acerqué despacio a los
barrotes.
Pude distinguir sus cuerpos
jóvenes y robustos.
Solo cuando la cebra caminó
hacia mí y se paró olfateándome, no sé porqué, estiré mi brazo dentro de la
jaula.
Me miró y acercó su lomo.
Toque su cabeza, acariciándola y
en ese instante un ramalazo de sensaciones cubrió mi mente.
¡Vi!... ¡sí! Prácticamente vi, como en una película
que giraba frente a mis ojos, la sabana africana.
Manadas de animales pastaban por
todo el lugar. Cebras, gnus, elefantes,
gacelas, jirafas, una hembra de león recostada con sus cachorros, búfalos en la
lejanía, guepardos…
Pero no se veía ninguna
presencia humana.
La imagen me retrotraía al
principio de los principios, pero esto parecía el futuro.
Asustado, retiré mi mano
rápidamente.
Me quedé quieto, sobresaltado y
temeroso.
¡Me había pasado algo
inconcebible!
El animal me miró y en sus ojos
encontré comprensión, entendimiento y amor.
Mi artículo causó sensación,
fue determinante.
Mis contactos y los contactos de
mis contactos pasaron la información.
Todo había resultado ser una
farsa.
En una semana, los especialistas
se retiraron, los animales fueron llevados de vuelta a África y el tema se fue
desdibujando.
Sentado en mi oficina, colgué el
teléfono en el auricular y me recliné en el sillón.
Todo había resultado tal cual lo
esperado.
Si el ser humano debería desaparecer de la faz de la tierra en el futuro, sería obra de la naturaleza. No sería yo
quien apresurara las cosas.
Otras especies nos suplantarían,
quien sabe.
Casi debajo de mí, la ciudad
bullía, desordenada y atrapante, con su propia vida latiendo, sin importarle
nada más.
Bajé
las escaleras. Salí a la calle y el pandemónium
del tránsito me golpeó de lleno. Bocinazos, rumor de automóviles, sirenas a lo
lejos, en fin… la ciudad de todos los días.
Me paré en seco para
acostumbrarme al nuevo fenómeno y luego de unos segundos comencé a caminar
hacia el viejo café de la esquina.
Por un momento pensé en los
sentimientos que había visto en los ojos del animal.
Sonreí, porque para mí... fue misión cumplida
.
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