martes, 13 de marzo de 2018




El encuentro

     La rutina mensual se cumplía inexorablemente.
Estacionaba el auto frente al edificio del Club Pueyrredón y luego por la vereda me dirigía hacia la rotonda del Monumento.
Allí cruzaba la calle Mitre hacia el centro.
Siempre me gustaba el camino.
Recorría el centro cívico de la ciudad.

     Ese día, neblinoso, parado esperando la apertura del semáforo, miraba la estatua del prócer, cuando imprevistamente, se hizo un silencio ominoso.  Dejé de escuchar cualquier sonido.
La neblina se intensificó de inmediato y me sentí como transportado a otro lugar.
¡Si, esa fue la sensación, transportado!

     Alcancé a distinguir un movimiento en la altura, que me espantó.
¡La estatua comenzaba a bajar de su pedestal!
El bastón quedó arriba casi balanceándose y la silueta comenzó a deslizarse por entre las piedras situándose cerca de mí.
Con sus casi cuatro metros de altura, me decía con voz ronca y varonil:
 —¡Joven, joven... no tema, no se asuste, quiero hablar unas palabras con Ud.! 
Retrocedí asustado, pero volvió a tranquilizarme:  

—No se asuste m’ hijito, deseo hablarle —y diciendo esto se acomodó la levita, se arremangó el pantalón y lentamente se sentó en los escalones.
—Sucede muy de vez en cuando, porque hay una comunicación especial con la persona que pasa por mi lado.

Un poco más tranquilo, pero todavía extremadamente sorprendido le respondí: 
—Lo admiro mucho Don José, eso es cierto. Ud. es mi referente patriótico por excelencia. Conozco su historia de principio a fin. Hasta escribí un relato corto sobre la Batalla de San Lorenzo.

 Con voz cargada de emoción, habló.
—San Lorenzo, el Convento de San Carlos, la carga a degüello... y Cabral que se me moría en los brazos. Todavía puedo oler su sangre que me manchó la chaquetilla. Todo un héroe, que desperdicio. Era la guerra al invasor. Pero… dígame joven, ¿qué fue de mi América?

—Su América en estos 200 años ha sufrido mucho Don José —Le contesté—. ¡Hasta tuvimos guerra entre nosotros! Ahora la llamamos América Latina.  

—¿Cómo es eso? —preguntó un poco desconcertado.

—Sí  —Le indiqué —. Desde hace muy poco tiempo, empujando entre todas para adelante. Lo que Ud. buscaba Don José.

—¡Ah mi América!, cuanto sufrimiento me causó, ¡pero con qué ganas crucé esos Andes! Hubo que pertrechar todo un ejército; hombres entrenados, comida, equipo, transporte, todo. Y no solamente cruzar, sino que después hubo que batallar.

—Sinceramente Señor, una proeza inigualable —Le dije—. Pero dígame, cuando estuvo en Inglaterra antes de llegar a Buenos Aires, ¿es cierto que conoció el plan del general Maitland para cruzar la cordillera?

—Sí, pero él lo había planeado de otra manera. contestó—. En cambio yo planifiqué el cruce por seis pasos distintos desde nuestro terruño para liberar Chile, sabiendo que lo tenía al bravo de Martín Miguel en el Norte que me cuidaba las espaldas. De allí en barco hacia El Callao y pelear por Perú. Costó muchos sacrificios, pero nos liberamos de los godos.

—¡No tenga dudas sobre ello Don José! —exclamé.
  
—Recibí mucha ayuda de Pueyrredón, eso sí. Recuerdo cuando nos juntábamos en su chacra y charlábamos bajo ese inmenso árbol para que nadie escuchara nuestros comentarios. ¿La conoce?—. Me dijo.

—La conozco Señor, es hoy un Museo y créame que me emocioné mucho junto a la placa que recuerda esos momentos.

—Juan Martín… ¡Cuántas cosas le pedía! ¡Cuánto me dio!
Y su semblante de bronce, pensativo, dejó vagar una mirada que se perdió en la lejanía.
   
Don José, ¿qué pasó que no quiso desembarcar cuando volvió al Río de la Plata?

—Habían matado a Dorrego y les dije que jamás desenvainaría mi corvo para pelear con un hermano de mi patria. Así que fue muy sencillo. Me volví  —dijo socarronamente—. Eso sí, desde las Europas, bregué siempre por la independencia de mi tierra. Jamás cedí, ni un tranco de pollo. Y eso que me quedé en la Francia, contra quienes combatí.

—Que paliza que les dieron en Bailén… ¿verdad? —Le comenté

—Sí, es verdad, combatimos bien, pero hace mucho tiempo ya de ello.
    
  Sus facciones arrugadas reflejaban pesar, pero sus ojos irradiaban esa fiereza característica en él.
Seguía siendo el bravo Coronel del Regimiento de Granaderos a Caballo.
 —Jovencito, debo irme, así que aquí me despido,  gracias por esta conversación. Tenga Ud. muy buenos días y que su vida sea placentera.

     Le agradecí atropelladamente.
Lo vi trepar entre las rocas del monumento, tomar su bastón para ponerse en pie y de repente,  el ruido me ensordeció.
Una sirena a lo lejos, los bocinazos, el tránsito, el agudo chillar de los caranchos en la plaza, todo sucedió de golpe.

     Medio atontado por lo ocurrido, no sabía si creer que lo que había pasado era fruto de mi imaginación o era verdad.
Sentí un dolor muy fuerte en mi mano izquierda y me di cuenta que algo atrapado en ella me lastimaba.
La abrí despaciosamente, para encontrarme con la sorpresa de ver un botón de bronce, grande como una roseta, que pertenecía a la levita del monumento.
Crucé la calle.
               Comencé a silbar la Marcha de San Lorenzo y casi sin darme cuenta, apreté  más los tacos al caminar.
Una gran sonrisa iluminó mi cara, atrayendo la atención de los caminantes.
No me importó…
¡Era el hombre más felíz de la Tierra!

Nota:
Lector, si alguna vez miras el monumento a San Martín en la plaza céntrica de Mar del Plata y ves que de los dos botones de su chaqueta, falta uno. No te asombres, lo conservo yo.

El presente relato forma parte del libro "La aventura de narrar". Editado en 2015.






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