El encuentro
La
rutina mensual se cumplía inexorablemente.
Estacionaba el auto frente
al edificio del Club Pueyrredón y luego por la vereda me dirigía hacia la
rotonda del Monumento.
Allí cruzaba la calle Mitre
hacia el centro.
Siempre me gustaba el
camino.
Recorría el centro cívico
de la ciudad.
Ese
día, neblinoso, parado esperando la apertura del semáforo, miraba la estatua
del prócer, cuando imprevistamente, se hizo un silencio ominoso. Dejé de escuchar cualquier sonido.
La neblina se intensificó de
inmediato y me sentí como transportado a otro lugar.
¡Si, esa fue la sensación,
transportado!
Alcancé a distinguir un movimiento en la
altura, que me espantó.
¡La estatua comenzaba a
bajar de su pedestal!
El bastón quedó arriba casi
balanceándose y la silueta comenzó a deslizarse por entre las piedras
situándose cerca de mí.
Con sus casi cuatro metros
de altura, me decía con voz ronca y varonil:
—¡Joven,
joven... no tema, no se asuste, quiero hablar unas palabras con Ud.!
Retrocedí asustado, pero
volvió a tranquilizarme:
—No se asuste m’ hijito, deseo hablarle —y diciendo esto se
acomodó la levita, se arremangó el pantalón y lentamente se sentó en los
escalones.
—Sucede muy de vez en cuando, porque hay una
comunicación especial con la persona que pasa por mi lado.
Un poco más tranquilo, pero
todavía extremadamente sorprendido le respondí:
—Lo admiro mucho Don José, eso es cierto. Ud. es mi referente patriótico por excelencia. Conozco su historia de principio a fin. Hasta escribí un relato corto sobre la Batalla de San
Lorenzo.
Con voz cargada de emoción, habló.
—San Lorenzo, el Convento de San Carlos, la carga a
degüello... y Cabral que se me moría en los brazos. Todavía puedo oler su sangre que me manchó la
chaquetilla. Todo un héroe, que desperdicio. Era la guerra al invasor. Pero… dígame joven, ¿qué fue de mi América?
—Su América en estos 200 años ha sufrido mucho Don
José —Le
contesté—. ¡Hasta tuvimos guerra entre
nosotros! Ahora la llamamos América Latina.
—¿Cómo es eso? —preguntó
un poco desconcertado.
—Sí —Le indiqué —. Desde hace muy poco tiempo, empujando entre todas para adelante. Lo que
Ud. buscaba Don José.
—¡Ah mi América!, cuanto sufrimiento me causó, ¡pero con qué ganas crucé
esos Andes! Hubo que pertrechar todo un ejército; hombres entrenados, comida,
equipo, transporte, todo. Y no solamente cruzar, sino que después hubo que
batallar.
—Sinceramente Señor, una proeza inigualable —Le dije—. Pero dígame, cuando estuvo en Inglaterra antes de llegar a Buenos Aires,
¿es cierto que conoció el plan del general Maitland para cruzar la cordillera?
—Sí, pero él lo había planeado de otra manera. —contestó—. En cambio yo planifiqué el cruce por seis pasos distintos desde nuestro
terruño para liberar Chile, sabiendo que lo tenía al bravo de Martín Miguel en
el Norte que me cuidaba las espaldas. De allí en barco hacia El Callao y pelear por Perú. Costó muchos sacrificios, pero nos liberamos de los godos.
—¡No tenga dudas sobre ello Don José! —exclamé.
—Recibí mucha ayuda de Pueyrredón, eso sí. Recuerdo
cuando nos juntábamos en su chacra y charlábamos bajo ese inmenso árbol para
que nadie escuchara nuestros comentarios. ¿La conoce?—. Me dijo.
—La conozco Señor, es hoy un Museo y créame que me emocioné mucho junto
a la placa que recuerda esos momentos.
—Juan Martín… ¡Cuántas cosas le pedía! ¡Cuánto me dio!
Y su semblante de bronce,
pensativo, dejó vagar una mirada que se perdió en la lejanía.
—Don José, ¿qué pasó que no
quiso desembarcar cuando volvió al Río de la Plata?
—Habían matado a Dorrego y les dije que jamás desenvainaría mi corvo
para pelear con un hermano de mi patria. Así que fue muy sencillo. Me
volví —dijo socarronamente—. Eso sí, desde las Europas, bregué siempre por la independencia de mi
tierra. Jamás cedí, ni un tranco de pollo. Y eso que me quedé en la Francia, contra quienes combatí.
—Que paliza que les dieron en Bailén… ¿verdad? —Le comenté
—Sí, es verdad, combatimos bien, pero hace mucho tiempo ya de ello.
Sus facciones arrugadas reflejaban
pesar, pero sus ojos irradiaban esa fiereza característica en él.
Seguía siendo el bravo Coronel
del Regimiento de Granaderos a Caballo.
—Jovencito, debo irme, así que
aquí me despido, gracias por esta
conversación. Tenga Ud. muy buenos días y que su vida sea placentera.
Le
agradecí atropelladamente.
Lo vi trepar entre las rocas del
monumento, tomar su bastón para ponerse en pie y de repente, el ruido me ensordeció.
Una sirena a lo lejos, los
bocinazos, el tránsito, el agudo chillar de los caranchos en la plaza, todo
sucedió de golpe.
Medio
atontado por lo ocurrido, no sabía si creer que lo que había pasado era fruto
de mi imaginación o era verdad.
Sentí un dolor muy fuerte en mi
mano izquierda y me di cuenta que algo atrapado en ella me lastimaba.
La abrí despaciosamente, para
encontrarme con la sorpresa de ver un botón de bronce, grande como una roseta,
que pertenecía a la levita del monumento.
Crucé la calle.
Comencé a silbar la Marcha de
San Lorenzo y casi sin darme cuenta, apreté
más los tacos al caminar.
Una gran sonrisa iluminó mi
cara, atrayendo la atención de los caminantes.
No me importó…
¡Era el hombre más felíz de la
Tierra!
Nota:
Lector, si alguna vez miras el monumento a San Martín en la plaza
céntrica de Mar del Plata y ves que de los dos botones de su chaqueta, falta
uno. No te asombres, lo conservo yo.
El presente relato forma parte del libro "La aventura de narrar". Editado en 2015.
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