En las ceremonias,
al temblor de la hogueras…
La
obscuridad era completa.
Una leve brisa comenzaba a
sentirse.
El silencio se quebró con el
ruido cada vez más intenso.
Un par de ojos se vislumbraron
en la distancia. Comenzaron a agrandarse.
Una ola de papeles empezó a
danzar por todas partes mientras el rumor ensordecía. Chirrido de metal sobre
metal, crujidos de materiales.
Sin mediar nada más.
¡UUOOOSSSSHHHH! El subte pasó raudo.
Diana, apoyada sobre la
pared, veía pasar el juego de luces de las ventanillas, mirando casi sin ver
los rostros, que como en una recorrida infernal se desdibujaban en la
distancia.
Las lágrimas corrían por sus mejillas como un
reguero gris que brillaba en las vías, alargando los rieles.
Su cuerpo, esbelto, se sacudía
intermitentemente por los sollozos.
Un manto cubría su vestido que
llegaba hasta el suelo.
Se detuvo.
Escuchó atentamente y sintió más
que supo, que alguien la seguía.
En la
lejanía, Vulcano, el ser mitad
hombre, mitad animal, tremendo ejemplar de casi cuatro metros de altura, el
último de su raza extinta ya hace diez mil años y creadora de los túrneles,
estaba tras sus pasos.
Cuando la alcanzó, Diana sólo
atinó a aferrarse a él con desesperación.
Una nobleza infinita cubrió el
rostro del semidios y alzando con una mano a la bella Diosa, comenzó el largo
peregrinar por la obscuridad chapaleando agua putrefacta.
Su
nombre era Ares.
Había matado a Tártaro el monstruo de la oscuridad y
reinaba en su lugar.
Un reinado de luz.
Su cuerpo enjuto, fornido y
musculoso, no dejaba entrever su gran edad.
Sentado en el trono, con el
báculo de poder en su mano, meditaba.
El cuerpo retraído solo estaba
cubierto por un manto blanco que dejaba el pecho al descubierto.
El símbolo del rayo colgado de
una cadena, brillaba por la luz de cada subte que pasaba, dejando su estela.
Sus largos cabellos blancos y su
poblada barba, gemían por el viento.
Diana había escapado.
Como su Diosa y esposa gobernaba
junto a él, pero la llegada de Perseo,
el humano, había trastornado todo.
Enamorada de sus hazañas, huyó
con él.
Los buscó por centenias… y al
final, los encontró.
Envió tras ellos a Céfiro, Dios del viento subterráneo,
cuyos soplidos son tan fuertes, que aún hoy perduran en los túneles permitiendo
al subte alcanzar su máxima velocidad.
Enfrentado
con Perseo, Céfiro debió usar todas sus argucias en la lucha.
Aunque aquel era humano, su
figura, extremadamente musculosa con su casco guerrero, sus polainas de cuero
trenzadas y su vasta experiencia, imponían respeto.
Las estocadas iban y venían.
El reflujo de estrellas que
salpicaban al golpearse entre sí, se veía desde las ventanillas.
Los escudos entrechocaban con un
ruido sordo y atemorizador.
El polvo se levantaba haciendo
casi irrespirable la atmósfera, pero ninguno de los dos retrocedía.
El tiempo pasaba, el sudor
empapaba el cuerpo de los dos contendientes, y en un paso en falso, la espada
de Céfiro, haciendo una finta, penetró por el costado derecho de Perseo y lo
atravesó como a una fruta madura, partiéndole el corazón.
El desgarrador grito de Diana se
escuchó en los túneles.
Parecía el chirriar de los
frenos del subte.
Tendida a los pies de Ares,
suplicó, lloró y se desgarró, pidiendo por su amado.
Su pesar fue considerado
sincero.
Perseo volvería a la vida como
un semidios y a cambio Vulcano moriría. Una vida por otra.
El mandato fue cumplido.
Aún hoy su corazón deja sentirse
a veces, retumbando en los túneles: tatá-tatán
Pero
el verdadero suplicio llegaría poco después.
Se contaba en las ceremonias, al
temblor de las hogueras, que Diana sería encerrada en uno de los infinitos
trenes y Perseo, desde ese día la buscaría, descartando incansablemente cada
subte.
Así es como llegan a nosotros:
¡Uno tras otro... uno tras otro... uno tras otro!
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